Una bomba cae en Hiroshima
La superviviente de la bomba atómica Sadae Kasaoka narra en el Salón del Manga su terrorífica experiencia
El Salón del Manga ya está en marcha. Y como las entradas del sábado y el domingo ya están vendidas, ayer, pese a ser jueves, no faltaron otakus en los pabellones de la Fira de Barcelona en plaza Espanya. Unos pabellones repletos de actividades y unas cuantas exposiciones pequeñas pero llamativas. Como la dedicada a la arquitectura en el manga, a esa perfección con la que los dibujantes nipones recrean las ciudades de las aventuras que dibujan. Ciudades que a veces no son Tokyo sino Barcelona, como en las últimas entregas del popular cómic de zombis japonés I am a hero (Norma editorial) de Kengo Hanazawa. Sus páginas, nacidas de una visita del autor al salón del 2014 y aún no editadas en España pero presentes en el certamen, reproducen las columnas de Puig i Cadafalch, la fuente de plaza Espanya y, por supuesto, el mundo de Gaudí, que en una obra de terror resulta feroz. Curiosamente, al lado de esta muestra otra enseña los fascinantes y serenos planos de las obras de Gaudí que elabora el arquitecto Hiroya Tanaka.
Y justo frente a ambas, una improvisada sala de actos acoge conferencias que muestran que el salón es una caja de sorpresas: a las cuatro de la tarde, la charla Mi experiencia con la macrobiótica en Estados Unidos con las celebrities. Con Madonna, para ser exactos. A las siete, El origen del reiki y sus beneficios .Y justo en medio de la macrobiótica y las buenas vibraciones, a las cinco y media, una bomba. Una experiencia que nada tiene que envidiar a las películas de terror que se proyectan en Sitges. Contada con pelos y señales y en primera persona: Sadae Kasaoka, de 82 años y envidiable agilidad, explicó el momento en el que la bomba atómica cayó en su ciudad, Hiroshima. A las 8.15 de la mañana del 6 de agosto de 1945. Antes de acabar el año 150.000 de los 350.000 habitantes de la ciudad, recordó, habían muerto.
Kasaoka, que entonces tenía 12 años y que perdió a sus padres por la bomba, no había hablado nunca de su experiencia hasta que cumplió los 68 y le pidieron explicarla en un colegio. Desde entonces no ha parado. Y ayer emocionó al auditorio, que se llenó. Serena, a veces con las manos en la cabeza para señalar una herida, otras, hacia el final, visiblemente emocionada –volverá a explicar su experiencia este sábado a la misma hora en el salón–, Kasaoka mostró al público el horror de la guerra sin ahorrarse ningún detalle.
Contó cómo era la guerra antes de la bomba. Terrible. La pobreza era enorme. Para cocinar arroz ponían diez veces más agua. En el instituto no había apenas clases y si iban les enseñaban a combatir con una lanza de bambú. Los niños de su edad debían trabajar: el día antes de la explosión estuvo cerca del epicentro creando cortafuegos contra los incendios de los bombardeos.
Por suerte el 6 de agosto libraba. Las alarmas aéreas sonaron hasta las 7.30 de la mañana. Acabaron y respiró tranquila. Lavó los platos, tendió la ropa, entró en casa “y de repente la ventana se volvió totalmente roja, como si se añadiera el color naranja al alba”. Los vidrios volaron hacia ella y un viento la derribó. Al despertar, tenía muchas heridas en la cabeza por los vidrios pero no sentía dolor. Sólo pensaba en huir sacando a su abuela de allí, en ir al refugio del barrio. Fueron. Y más tarde aparecería un vecino que había ido a la zona de la bomba, que estalló a 600 metros de altura a 3,5 kilómetros de allí. “Sus brazos y su cara eran de color rosa por las quemaduras y dijo que casi todo Hiroshima había desaparecido bajo una explosión de calor y luz. Al oírle, algunos padres fueron a buscar a sus hijos. Yo sufría por mis padres, que habían ido a ayudar a unos amigos cerca del epicentro. Luego, cayó una lluvia negra. Poco a poco la gente empezó a volver a sus casas
“Un vecino quemado dijo que casi todo Hiroshima había desaparecido bajo una explosión de luz y calor” “Estábamos en guerra, pero la gente tenía sueños, deseos; una bomba se los llevó junto a sus vidas”
con quemaduras muy graves”.
Cuando llegó de fuera su hermano, recogió a su padre con una carretilla de casa de unos parientes. “Al verle, no sabía si estaba vivo, los ojos se le salían, el cuerpo estaba completamente negro y se veía algo brillante. Supe que era él porque me dijo que había perdido a mi madre tras la explosión”. No tenían nada para curar esa piel que se caía a tiras, y le ponían pepino y patatas ralladas. “Me pedía agua, pero no se la dí porque había oído que dársela a una persona con quemaduras puede matarla. Ahora me arrepiento. Sólo pude abanicarle para librarle del calor y espantar las moscas que iban a las heridas. Eso es la guerra, pasan cosas terribles”.
Su padre vivió dos días. Lo quemaron en la playa, como a tantos otros muertos. Luego supo que su madre también había fallecido. Y vio fantasmas por la calle, gente con la carne a tiras cubierta de ceniza. Entonces ni sabía que se trataba de una bomba atómica, pensaba que era química. “Mi padre tenía 52 años y muchos planes de futuro. Quería vivir. Estábamos en guerra, pero los chicos con los que trabajaba tenían sueños, deseos, ser maestra, madre. Una bomba atómica se los llevó junto a sus vidas. Me gustaría que el mundo estuviera en paz y sin armas nucleares. ¿Entendéis mis deseos?”, se despide.