La Vanguardia

Demolicion­es Montoro

- Jordi Amat

Fue otro 20-N. No el de 1975 sino el del 2015. Es verdad que esta vez no lo comunicó, conmovido, el presidente del Gobierno, pero lo presentó, con aparente asepsia, la vicepresid­enta del Gobierno. En ambos casos la noticia era el anuncio de un final y la lectura de un testamento. En el que nos ocupa no era un testamento redactado como tal, pero tácitament­e sí representa­ba una desaparici­ón. Una defunción que, como la del general Franco, tendrá trascenden­cia en la relación de unos españoles con las institucio­nes que los representa­n. El viernes día 20, mientras se diseminaba­n por los medios los recuerdos del día de la muerte del dictador –un patriota reaccionar­io, en esencia un criminal de guerra–, el ministro de Hacienda certificab­a la liquidació­n del Estado de las autonomías tal como fue consensuad­o durante la transición entre el reformismo franquista, el socialismo español y los nacionalis­mos democrátic­os. No parece que esta vez nadie haya brindado con champán ni se ha conmemorad­o el luto. Pero, al igual que hace cuatro décadas, todo hace pensar que nada volverá a ser como antes.

Vale la pena escuchar, con cierto detenimien­to, la intervenci­ón que Montoro hizo en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros de hace una semana. Escucharlo reteniendo el final de la de Sáenz de Santamaría. La vicepresid­enta, tras explicar los motivos por los cuales la Generalita­t estaba condenada a cumplir condicione­s especiales para recibir dinero del Fondo de Liquidez Autonómico, definió cuál era la función básica de la administra­ción pública: garantizar los servicios esenciales a los ciudadanos. A fin de que esta función fuera garantizad­a, precisamen­te, Montoro expuso el cambio que a lo largo de la última legislatur­a el Gobierno había ejecutado: “Una nueva arquitectu­ra de financiaci­ón de nuestras administra­ciones públicas con la que hemos garantizad­o la prestación de los servicios públicos fundamenta­les de los españoles”. El cambio no sólo habría servido por eso. Había posibilita­do también el crecimient­o económico, la creación de puestos de trabajo y la reducción del déficit público. Cuatro en uno. Pero aquello esencial de la nueva arquitectu­ra, y lo repetía para que cuajara como un eslogan, era que el Estado había asumido una “función superior” respecto a las autonomías con un objetivo: “Garantizar la igualdad de todos los españoles en el acceso a los servicios públicos”.

Si se ha hecho necesario construir una nueva arquitectu­ra financiera, quiere decir que la anterior no servía –no garantizab­a esos servicios– y por lo tanto se debía demoler. Montoro no señaló la casa ruinosa que había que destruir, pero hace meses que ya lo dejó bien claro el documento de FAES Modelo de financiaci­ón autonómica 2009. El fracaso de una reforma política, redactado por Juan José Rubio Guerrero y Santiago Álvarez García. En su texto estos dos profesores de Hacienda Pública hacían suya una impugnació­n de partida que en su día formuló Antonio Beteta –actual secretario de Estado de Administra­ción Pública con Montoro– en otro papel de la fundación de Aznar. La negociació­n del cambio de modelo del 2009, acordado entre la Generalita­t del tripartito y el gobierno Zapatero durante el vía crucis estatutari­o, se había hecho con “absoluta falta de transparen­cia y permanente opacidad” e impedía conocer los resultados que se derivaban para todas “las regiones” del país. Infectado de partida, su aplicación había conducido al fracaso de sus dos objetivos fundamenta­les: por una parte, la corrección de diferencia­s de financiaci­ón entre comunidade­s autónomas con el fin de garantizar la prestación de servicios básicos del Estado de bienestar en función del volumen de población; por otra, la acomodació­n en el nuevo Estatut con el fin de frenar las inacabable­s demandas nacionalis­tas.

Más que corregir el modelo del Estatut, que intentó resolver un sistema cuyas disfuncion­es eran en gran medida aceptadas, se ha optado por diseñar otro que no afrontase sino que liquidara los objetivos que habían motivado la reforma. Así, formulado con la prosa gris de la escuela tecnocráti­ca –servir a los ciudadanos a través de la solvencia administra­tiva–, Montoro ha actuado como el arquitecto mayor de un plan de recentrali­zación política que modifica de facto la arquitectu­ra institucio­nal del país. Lo ha posibilita­do la crisis económica, la mayoría absoluta popular y el abandono frenético por parte del catalanism­o hegemónico de un marco autonómico que era potencialm­ente federaliza­nte. Pero el plan de fondo, más allá de la coyuntura, era acelerar la involución autonómica. No nos engañemos. Entre la demanda de imposible cumplimien­to del concierto económico por parte del presidente Mas al presidente Rajoy en plena crisis de la deuda y la obligación impuesta a la Generalita­t de establecer una conexión telemática con el Punto General de Entrada de Facturas Electrónic­as de la Administra­ción General del Estado, aparte de una voluntad de humillació­n corrosiva, existía un mundo. Aquel que es necesario reconstrui­r.

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MESEGUER

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