Preguntas y respuestas
Hay cosas que se pueden hacer en los países avanzados y no en el califato yihadista. Por ejemplo, votar y elegir gobierno. O disfrutar de libertades y derechos. O acceder a una educación laica. O profesar cualquier religión. O ser agnóstico. También leer cualquier libro. Salir de vinos. Ir al fútbol sin otro temor que la derrota deportiva. Ir a la playa en bikini, o sin. Estar convencido de que ningún dogma vale más que la vida de un semejante.
Hay cosas que se pueden hacer en el califato yihadista y no en los países avanzados. Por ejemplo, matar a un ser humano en nombre de Dios, decapitándolo o quemándolo vivo. O mantener a las mujeres en casa, sin permiso para salir solas, pero dándolas en matrimonio a partir de los nueve años, para luego reducirlas a funciones reproductoras o propias de un electrodoméstico. O lapidarlas por una infidelidad conyugal. También alinear a niños en pelotones de ejecución reales.
El sistema occidental presenta serios defectos y debe mejorar mucho. El califato es más defectuoso aún y no hay quien lo arregle. En esto, aquí hay cierto consenso.
Los atentados de París han suscitado una aguerrida respuesta del presidente Hollande. Y, aunque el sentir general es solidario con Francia, esa respuesta ha avivado el antibelicismo que en el 2003 motivó la invasión de Iraq. Dicha guerra se basaba en la supuesta existencia de armas de destrucción masiva. Ahora la respuesta la motivan unas víctimas muy tangibles, que podríamos ser usted y yo. Dicen que para derrotar al Estado Islámico (EI) basta con coordinar las diplomacias occidentales y asfixiarle económicamente. ¿Seguro?
El terror es fácil y barato. Con una lata de refresco rellena de explosivo se puede fabricar una bomba y derribar un vuelo comercial, como ocurrió en el Sinaí. El terrorismo se expande cual plaga. Un informe reciente señala el 2014 como un año récord: 13.370 atentados y 32.658 muertos (el triple que hace tres años). El fanatismo yihadista está detrás de muchos de ellos. “Quienes pueden hacerte creer cosas absurdas pueden hacerte cometer atrocidades”, dijo Voltaire, pilar de una Ilustración ahora atacada. Las franquicias del yihadismo operan de Filipinas a Mali. El cruel EI, que en el 2013 se emancipó de Al Qaeda, controla parte de Iraq y Siria. Y teje alianzas para ampliar su imperio del terror. Obviamente, todo puede empeorar.
La respuesta occidental ha sido hasta hace poco limitada: pagar rescates por secuestrados, armar a tropas afines, bombardear objetivos seleccionados. Los intereses de las grandes potencias globales y regionales, las ambigüedades del mundo islámico, sus luchas intestinas religiosas o económicas, y las falsas alianzas que Occidente establece con él no auguran soluciones mágicas ni rápidas. Pero cuando un festivo viernes parisino se transforma en masacre, cuando una Bruselas amedrentada deviene ciudad fantasma, cuando el EI acaba de crear una división para diseñar y financiar atentados en ciudades occidentales –en lugar de confiarlos a la discrecionalidad de sus “células durmientes”–, la respuesta diplomática puede revelarse insuficiente. No se trata de querer o no querer ir a la guerra: la guerra ya está aquí.
Constatado esto, nos asalta una sucesión de preguntas: ¿qué hacer?, ¿cómo?, ¿con qué intensidad? La primera es de fácil contestación: hay que actuar para defender nuestro modelo de convivencia. La segunda es fácil de responder pero difícil de satisfacer: el cómo pasa por una improbable coalición anti-EI, a poder ser bajo el paraguas de la ONU, de países con intereses dispares, de EE.UU. a Rusia; por compartir, al menos en Europa, información, estrategia y mando coordinado; por proveer recursos humanos y económicos; por movilizar a cuantos pueden ser de ayuda –desde el policía hasta el hacker– en la defensa ante el EI... La tercera respuesta es difícil de precisar, pero no de orientar: con la inteligencia necesaria para frenar el yihadismo sin engrosar, con nuevos agraviados, las filas que querríamos diezmar.
Estas políticas serían aplicables en Siria o Iraq. Pero la extensión del fenómeno yihadista ha abierto un frente en nuestros propios países, nutrido por jóvenes de segunda o tercera generación de emigrantes, sin horizontes, dispuestos a atacar la sociedad que les vio nacer. O que prefieren irse a Siria a luchar con el EI, cuando millones de sirios huyen de la guerra hacia una Europa amurallada, en pos de asilo.
Este frente doméstico es inflamable y requiere mucho tacto. El problema no se liquida, como ha propuesto un insensato, bombardeando Molenbeek (municipio islamista en el área de Bruselas). El problema se atenuaría con mejores políticas de integración. Aun así, no se resolverá a corto plazo. A un lado hay fanáticos con una sola y letal respuesta. Al otro, personas que dudan y se preguntan qué pueden hacer para enderezar la situación. Hay que estar con estos últimos y esmerarse mucho en las preguntas. Es lo que habría hecho Voltaire, que prefería juzgar al hombre por sus preguntas, más que por sus respuestas.