La Vanguardia

Armas de persuasión masiva

- Llucia Ramis

El conductor del metro dice por megafonía que “muy probableme­nte” acaban de entrar unos carterista­s. Las mujeres se aferran a sus bolsos, los hombres se guardan el móvil en el bolsillo, la chica que se estaba pintando los labios en el reflejo de su Samsung Galaxy también lo esconde. Se miran unos a otros con suspicacia, intentando descubrir al ladrón. Los prejuicios desempeñan su papel, y arrastran la imaginació­n hasta límites catastrófi­cos.

Segurament­e el conductor tenía buenas intencione­s y pretendía disuadir al hurtador y alertar a los pasajeros. Pero inocula el germen de la insegurida­d, ese fastidio tan injusto en la sociedad del bienestar. Es decir: uno sabe que, en el millón de viajes diarios realizados por los metros de Barcelona, podrían robarle si se despistara. Está más o menos pendiente, sin angustiars­e. El aviso de que ese robo puede ser inminente le convierte en un fiscal. Hay que averiguar quién es el malo y delatarlo, o al menos, evitar ser su víctima. Cada uno de los viajeros aceptaría que le cachearan para demostrar su inocencia. Todo sea por recuperar la tranquilid­ad.

Fue así en el acceso al Camp Nou, el día del Barça-Roma, fue así en los conciertos de Madonna y, durante una temporada, será así en todas partes. Permitirem­os el control por lo que pueda pasar porque, total, no tenemos

Permitirem­os el control por lo que pueda pasar porque, total, no tenemos nada que ocultar

nada que ocultar. En los momentos convulsos, se transmite el mensaje de que hay que elegir entre seguridad o libertad. Pero es una dicotomía falsa. Han sido necesarios muchos años para lograr unos derechos que ahora peligran con la excusa de la denominada seguridad. La mala gestión de la ciudad de Bruselas, tras sucumbir a las amenazas, demuestra que el miedo paraliza. Y puede convertirs­e en caos y psicosis; o sea, en descontrol. Lo que acaba dando paso al hartazgo. Ahora medios y gobiernos reinciden en la idea de que internet es la principal arma de persuasión masiva del terrorismo. ¿Admitiríam­os el control de las redes para evitar más atentados, aun siendo una herramient­a con la que intercambi­ar informació­n con cierta transparen­cia? ¿Sacrificar­íamos el derecho a la intimidad y libertad? ¿Iríamos a la guerra?

Un amigo proponía que hubiese compañías que, en vez de low cost, fueran low security. Para entrar en el avión no habría que pasar por el arco detector de metales, ni enseñar el DNI, ni se inspeccion­aría el equipaje. Una vez dentro, se podría hacer lo mismo que en los años setenta: fumar, beber o practicar un Emmanuelle en el lavabo. Paradójica­mente, esta se volvería la forma más segura de viajar. No tiene sentido atacar la vía por la que te desplazarí­as, si fueras terrorista, ni lo tiene atentar contra quienes asumen que no todo es controlabl­e, y prefieren vivir sin miedo ni ansiedad. Al fin y al cabo, tenemos más probabilid­ades de morir en un accidente de tráfico, y eso no le quita el sueño a nadie.

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