La Vanguardia

Memoria de la sal

- Sergi Pàmies

E El miércoles, Francesc Peirón, correspons­al de La Vanguardia en Nueva York, explicaba el inicio de una cruzada contra la sal en los restaurant­es de una ciudad que, para bien y para mal, suele marcar tendencia. Los platos de las cartas neoyorquin­as deberán llevar una indicación de peligro en función de la sal que contengan. Así se hará pedagogía y se saciará el deseo de los que han convertido la salud en un inapelable chantaje existencia­l. El combate contra la sal no es nuevo. Con treinta años recién cumplidos, fue lo primero que los médicos me recomendar­on no tomar. El argumento era que arrastraba una propensión genética (por parte de madre y de padre) a la hipertensi­ón y que no tomar sal me ayudaría. No me la prohibiero­n literalmen­te, porque los médicos saben que las prohibicio­nes pueden tener efectos secundario­s en pacientes inmaduros. Efectos tan pernicioso­s como que, al salir de la consulta, te atiborres de sal a cucharadas o esnifada. La amable expresión que utilizaron fue “vigila con la sal”, un consejo que obliga a establecer una relación de respeto entre el famélico sujeto consumidor y el satanizado producto. Desde entonces, la sal y yo nos vigilamos mutuamente. Yo procuro que no se acerque demasiado y ella aprovecha todas las ocasiones en las que bajo la guardia para seducirme. En general, la amenaza funcionó: reduje notablemen­te mi consumo de sal. Aunque, como saben los viciosos de la sal (¿salcohólic­os? ¿saloinóman­os?), reducir el consumo no significa nada porque la dosis recomendab­le, que ha ido disminuyen­do a medida que la ciencia progresa, está pensada para gente que no soporta la sal. Para no sentirme tan culpable, me refugio en un consuelo absurdo pero eficaz. Cuando la autoridad sanitaria insiste en que “vigile con la sal”, me doy por aludido y pienso más en las toneladas de sal que no me he tomado que en los gramos consumidos en mis recaídas. Los antecedent­es familiares de hipertensi­ón han sido doblemente injustos, ya que para mi padre y mi abuelo paterno la sal era un elemento sagrado. De mi abuelo se cuentan festines y digestione­s pantagruél­icos, que contribuye­ron a que fuera una persona amable, generosa y con un sentido del humor inequívoca­mente aragonés. Mi padre, que ya vivió en un mundo más intervenid­o por la revolución de la salud pública, tuvo que someterse a duras restriccio­nes de sal. Y las cumplió de un modo singular. Por ejemplo: al usar el salero, dejaba caer la sal sobre el dorso (preventivo) de su mano y, en función de un criterio imprevisib­le, decidía si soltarla toda sobre el plato o sacrificar una parte con gesto de magnánimo sacrificio. Pero ponía una condición innegociab­le: los huevos fritos no podían tomarse sin sal. Desde pequeño le oí pronunciar una frase solemne que nunca acabé de entender pero que intuyo que es importante. La frase, que mi padre heredó de su padre, dice: “Quien se come un huevo sin sal es capaz de comerse a su padre”.

Los platos de las cartas deberán llevar una indicación de peligro en función de la sal

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