Cuestión de ‘finezza’
La gestión de los recursos humanos, la perspicacia a la hora de administrar los egos de quienes trabajan para ti, en definitiva, la inteligencia emocional para que el grupo funcione son asignaturas pendientes en la actualidad para dos entrenadores que saborearon hace tiempo el almíbar del éxito pero que ahora ven como su imagen sufre más golpes que un saco de boxeo. José Mourinho y Rafael Benítez han llegado por diferentes caminos a un punto en común: haber crispado a sus jugadores y, en consecuencia, recorrer solos sobre el alambre el lúgubre camino que conduce al averno. La situación del todopoderoso Mourinho es sorprendente. Siempre fue el tahúr de la gran barcaza del Misisipi. Arrogante, truhán, despótico pero al mismo tiempo listo y taimado, el técnico portugués siempre desafió al Altísimo y casi siempre ganó. Es cierto que la vida sonríe generalmente a quien la afrenta sin complejos, y en ese escenario el mejor pistolero de la galaxia era Mourinho. De hecho, llegó incluso a maquillar su fracaso personal que fue no darle la vuelta al reinado del Barça en la supremacía del fútbol español y europeo. Lo intentó, vendió su alma a Belcebú, urdió las pócimas más lesivas contra los cracks azulgrana pero su saldo fue netamente insuficiente para las exigencias y deseos del otro gigante del fútbol español, el Real Madrid. Peso a ello, volvió al Chelsea y mantuvo su tono desafiante para volver a reinar y ahora su obra se ve amenazada. El equipo está a un punto del descenso y Mourinho ya no es el tipo cuyas bravuconadas espoleaban si no que despiertan animadversión, cuando no chanza. En Inglaterra se
Mourinho y Benítez cometen errores diferentes que desembocan en problemas idénticos: pérdida de control
ha hecho popular el medidor de excusas para chotearse de la práctica usual del portugués para salir indemne de los fiascos de cada semana. Mou está a la deriva y algunos de los cracks de su equipo limándose las uñas en lugar de dejarse la piel.
A Benítez le está pasando algo parecido. Su alejamiento con las figuras le está condenando a pensar en el adiós. Malos resultados, mala gestión del grupo y ausencia de inteligencia emocional para exigir y para comunicar. En el caso del técnico blanco los déficits son más atribuibles a su torpeza que a su mala fe. El no ha diseñado un plan maquiavélico digno del cardenal Richelieu para fastidiar a tal o cual jugador sino que simplemente tiene una manera de ser en la que la finezza no tiene cabida. No se trata de ser un entrenador servil con el vestuario –los ejemplos Martino y Ancelotti tampoco son buenos– pero sí de tener un carisma especial capaz de liderar desde la inteligencia. Luis Enrique aprendió rápido la lección.