Hasta que no acabe la ópera
La volubilidad de la política, los intercambios de parejas y la lucha por el poder conforman el argumento de esta ópera, con cuatro protagonistas. El magma victorioso –acaudillado por Iglesias– pronto recuperaba tono, estilo y a Monedero, para condicionar un acuerdo con el Partido Socialista: fin del “sistema de turno”, blindaje de derechos sociales, cambio de la ley electoral, fin de puertas giratorias y una línea roja: plurinacionalidad, o sea, referéndum de autodeterminación en Catalunya. Algo que desconocían muchos de sus votantes.
Y esto es así porque los partidos dinásticos no han planteado la regeneración, ni de fondo –corrupción, listas abiertas, reforma constitucional– ni de forma –talante, seriedad analítica, proximidad–, lo que evidencia que las sumas (PP-C’s) y (PSOE-Podemos) mantienen la vieja división entre las dos Españas; pero es que computando (C’s vs PP) y (Podemos vs PSOE) se abre otra brecha entre reformistas e inmovilistas.
El drama arranca en el instante en que el líder de la oposición llamó “indecente” al presidente del Gobierno ante nueve millones de asombrados espectadores. La afrenta dio pie al puñetazo en la mesa, “hasta aquí hemos llegado”, probablemente el primero de la legislatura. Pero los insurgentes populares ya habían migrado. Esa animosidad dificulta, ahora, un gobierno estable que cimente consensos “inaplazables e imprescindibles”, como intitulaba su decálogo constituyente el líder de los emergentes.
Cuando en el mediodía desmayado del domingo, un cincuentón sanguíneo salía de un colegio de Chamberí presumiendo, con voz tostada, de que llevaba “treinta años sin votar”, deduje que los debates habían servido para movilizar a los abstencionistas (en esta ocasión, nueve millones) conscientes de lo decisivos que podían ser estos comicios caprichosamente navideños.
Nueva política, viejos vicios, bufandeo, aplausos mutuos sincopados y ese himno jubiloso, “yo soy español...”, más propio de una despedida de solteros. No es de extrañar el apagón del televisor en esas noches en que los voceros de los partidos claman una victoria –la de todos ellos– que festejan apretujados en los balcones.
Los partidos –popular, socialista y el sucedáneo de CDC– que han sufrido el batacazo no hicieron autocrítica, pese a haber perdido cantidades industriales de votos. Tampoco C’s practicó el sano deporte de aceptar la realidad, al no haber alcanzado el techo de su lógica ambición. Sí lo hicieron UPyD y Unió, inicuamente arrojados a la playa de la insignificancia. Que el talento de Savater no tenga sitio en el Senado es inaudito.
La pérdida de tres millones seiscientos mil votantes retrata el castigo al PP, por su incompetencia para cercenar la lepra de la corrupción –con la percepción extendida de que los “chicos listos” se lo llevaban crudo mientras la gente honrada expiaba los recortes–, por el incumplimiento de principios y promesas y por la soledad –“no se hablan con nadie”– derivada de su vanidosa mayoría. En la noche electoral, su joven heraldo arengaba excitado a sus abatidos seguidores: “El PP es la fuerza preferida por los españoles, la fuerza que ha ganado las elecciones”.
La portavoz de Ferraz se apresuró a puntear: “El Gobierno ha dilapidado la mayoría absoluta”. Pero no dijo ni mu de la penitencia propia, que arroja sus peores resultados en democracia, con millón y medio de votos menos. Y así, después del topicazo a cuenta de la “jornada histórica”, la dulcificación de la derrota, porque los noventa escaños no dejan otra opción que pregonar la buena nueva de la mejora de la convivencia entre territorios, el doble referéndum, la liquidación del 135 y la anulación de la reforma laboral. A ver qué opinan en Bruselas de las rebajas y qué piensa el sanedrín socialista de los pactos a la italiana, sin italianos.
Esta vez, “el hallazgo Arrimadas” no atinó: “Hemos sido el foco de todos los ataques”. Pobre recurso –impropio de ella– el del victimismo, para explicar el pinchazo por indefinición, a pesar del éxito de los cuarenta diputados. Ya se sabe que sin base territorial, uno no gobierna en España, por lo que toca hacer y asentar el partido. En todo caso, C’s “no ha quedado para los postres”, como algún necio ha insinuado.
Convergència (ahora Democràcia i Llibertat), sigue perdiendo la influencia que tuvo y ya es penúltima en el escalafón. En vísperas de días de furia, los resultados no parecen halagüeños, pero no cabe descartar que pudieran sumar en la ecuación final de un pacto.
El oblicuo desenlace, la severidad del conflicto izquierda-derecha, reformistasinmovilistas y la primacía de los intereses generales, aún pueden reconducir este dramma giocoso. Pero el baile de máscaras no ha hecho más que empezar y este proceso –entrelazado con el catalán– será lento y tedioso. A partir de aquí, incertidumbre para un país que, sin cultura de coalición, se presenta ingobernable. Por eso la Merkel no descolgó el teléfono.
Pero ya sabemos que la ópera no acaba hasta que canta la gorda.