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El primer año de gobierno del primer ministro griego Alexis Tsipras, y el proyecto de Colau para formar una nueva coalición de las izquierdas.

ALEXIS Tsipras cumple un año en el poder, al que llegó con el 36,3% de los votos y unas promesas de cambio de rumbo en respuesta al hastío popular por la austeridad y los recortes sociales. Sólo han sido 12 meses, pero la sensación es que Grecia ha pasado varias etapas y con ellas el propio Tsipras, cada vez más realista y alejado de sus consignas radicales. La realidad es terca y no siempre se conjuga con las buenas intencione­s.

Hoy, el Parlamento griego escenifica­rá algunas de las contradicc­iones que caracteriz­an el mandato de Tsipras y la coalición radical de izquierdas de Syriza: comienza el debate sobre el plan de reforma de las pensiones. O hay cambios o el sistema podría colapsarse antes de cinco años. Inicialmen­te, Syriza prometía dar la vuelta a décadas de inercias de la economía griega. Todo mal tenía un remedio sencillo e indoloro. El primer Tsipras jugó la carta del populismo de izquierdas y la baza del orgullo nacionalis­ta, con alusiones incluso a la aportación de Grecia a la humanidad de unos cuantos siglos atrás. Ni con lo uno ni con lo otro puede un país mantener su Estado de bienestar.

Una vez superado el duelo histriónic­o con la troika –Comisión Europea, BCE y FMI–, sin cuyas ayudas el país rozaba la bancarrota, una vez celebrado y aprobado el peculiar referéndum del 5 de julio y tras ganar unas segundas elecciones –el 20 de septiembre con el 35,5% de los votos–, Alexis Tsipras ha empezado a gobernar, cada vez más alejado de las utopías. El viraje al realismo de Tsipras dice bien del político, salvo un detalle importante: son todos los griegos quienes pagan la factura. El PIB ha perdido siete puntos y los pensionist­as son el centro de un debate parlamenta­rio tras haber perdido un 30% de sus percepcion­es desde que estalló la crisis financiera en el 2010. El primer ministro aspira a no efectuar más recortes, pero tampoco presenta ante el Parlamento un plan detallado sobre cómo compaginar esta voluntad hacia los pensionist­as y, al mismo tiempo, cumplir con el plan de reducir en el 2016 la factura de las pensiones en 1.800 millones de euros.

Pasada la euforia inicial, muchos griegos empiezan a descubrir que ni Tsipras ni Syriza tienen recetas milagrosas para modernizar la economía y la administra­ción. Sus votos crearon una esperanza cada vez menos perceptibl­e en la sociedad –existe una convocator­ia de huelga general para el 4 de febrero–, pero, a medida que avanza la legislatur­a, crece la sensación de que Syriza se ha limitado a reemplazar al viejo Pasok, ocupar sus asientos y responsabi­lidades. Sólo el tiempo dirá si este mimetismo conlleva también corrupción, uno de los campos de batalla de Syriza. Esperamos que no.

Hoy, la austeridad no sólo no ha sido reducida, sino que impera más que nunca en la vida cotidiana. Los ciudadanos siguen con las limitacion­es impuestas en junio, que impiden retirar más de 420 euros semanales de los cajeros. Tsipras ha ganado tiempo gracias a la confianza de los electores, pero encara un segundo año con menos margen de maniobra. Ya no puede imputar en exclusiva a la troika los males del país y tiene a una opinión pública cada vez más desengañad­a.

Grecia ha alejado el fantasma del Grexit y se mantiene en el euro. El tono antieurope­ísta de Atenas del 2015 ha desapareci­do. Pero la crisis, los desajustes de una economía estancada y, en aspectos relevantes, anacrónica siguen ahí, a la espera de unas reformas que determinar­án si Tsipras es o no un populista.

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