Atocha, enero de 1977
Era funcionario del Sindicato de Transportes oficial. Durante una huelga del sector del transporte privado de viajeros en Madrid se enfrentó con un dirigente sindical, miembro de las clandestinas Comisiones Obreras. Se imponía un escarmiento. Supo quién asesoraba legalmente a aquel sindicalista de verdad: un despacho de abogados laboralistas, la mayoría militantes del ilegal Partido Comunista, radicado en el número 55 de la calle Atocha. Contactó con activistas de Fuerza Nueva. El lunes 24 de enero de 1977 citó a un par en su despacho. Sobre las diez y media de la noche el comando llegó al edificio de Atocha. Subieron a la tercera planta y llamaron al timbre del despacho de la izquierda. Al abogado que les abrió la puerta le encañonaron con una pistola Browning y una Star. Primero destruyeron archivos, arrancaron cables de teléfono y luego obligaron a las nueve personas que aún estaban trabajando a concentrarse en el salón. De manera imprevista, sin que hubiese provocación alguna ni intento de defensa, les empezaron a disparar. Mataron a cinco.
Durante la transición –¿una transición pacífica?, ¿hasta cuándo este cliché?– pocos episodios de violencia política tuvieron tanto impacto. La sangre derramada por grupos ultras que mantenían contactos con los restos del búnker incrustado en las cloacas del Estado pretendía desestabilizar, forzando una involución en la reforma, el proceso de mutación del sistema. Pero, en este caso, su estrategia asesina y contrarrevolucionaria se les giró en contra. El multitudinario entierro de las víctimas, más conmovedor que cualquier otro episodio de la transición, mostró en la calle el sentido de la responsabilidad de un sector de la oposición y población movilizada que había sido estigmatizada, día sí y día también, durante cuarenta años de una dictadura cuyo objeivo sociológico central había sido la despolitización programada de la ciudadanía española. Ahora, cuando en nuestro momento de incertidumbre político se apela al consenso de 1978, deberíamos también mostrar (como me señalaba el historiador J.M. Fradera) cuál ha sido durante décadas la constitución no escrita de nuestro país.