El símbolo y la función
NUEVA York inaugurará en marzo una de sus obras arquitectónicas más llamativas: el intercambiador de transportes de la zona cero, en el bajo Manhattan, coronado por una estructura metálica que firma el arquitecto e ingeniero español Santiago Calatrava. La forma de dicha estructura evoca la de un ave que echa a volar. En la zona cero, donde se alzaron las Torres Gemelas, derribadas por los atentados del 11-S, semejante diseño tiene un valor simbólico, más allá del funcional: refleja el espíritu de una ciudad que remonta el vuelo tras ser brutalmente atacada. Eso es al menos lo que vino a expresar Calatrava al iniciar los trabajos de construcción en el 2005, rodeado por las principales autoridades y asistido por su hija, que entonces liberó dos palomas.
Este tipo de obras arquitectónicas con componente simbólico son bien conocidas en España, donde han proliferado durante los últimos veinte años. No tanto porque vinieran a satisfacer una necesidad perentoria, sino porque se confiaba en que su singularidad formal diera alas a la ciudad o a la comunidad donde se ubicaban. Luego se vio que la dimensión simbólica casa mal con la contención presupuestaria. Cuando se construye para estimular el espíritu de una comunidad que quiere proyectarse al mundo y al futuro, o que quiere recupe- rarse de los golpes sufridos, el precio de la obra parece quedar en segundo término. Y luego pasa lo que pasa. En el caso de Nueva York, cuyo presupuesto inicial era de 2.000 millones de dólares, ha pasado que al final ha costado casi 4.000, más otros 300 debidos a las inundaciones derivadas del huracán Sandy. Un precio sin duda elevado para una estación de metro, que ha costado el doble que la estación de tren Grand Central.
Estos sobrecostes son, en parte, atribuibles al modus operandi de Calatrava, cuyos proyectos no siempre están ultimados al detalle. Pero, en gran medida, se deben a los directivos de las administraciones implicadas en la construcción. Por ejemplo, al gobernador Pataki, que impulsó la realización de esta obra singular, acaso porque quería embellecer su trayectoria ante una hipotética carrera presidencial. O al alcalde Bloomberg, que, sin parar el tráfico, impuso métodos constructivos heterodoxos: su prioridad era acabar el memorial de las víctimas del 11-S en el 2011, a los diez años de los ataques.
Nueva York contará, pues, con un nuevo atractivo arquitectónico. Pero, como otros antes –en todas partes cuecen habas–, este ha suscitado críticas que cuestionaban su pertinencia, más guiada por el afán simbólico que por la necesidad funcional, y ajena, además, a una gestión escrupulosa de los recursos públicos.