La Vanguardia

Escocia para los escoceses

- RAFAEL RAMOS Inverness. Correspons­al

Hay dos interpreta­ciones de la historia. La primera, la inglesa o británica, dominante hasta ahora, es que en 1707 una Inglaterra próspera y una Escocia pobre se fusionaron de mutuo acuerdo y para beneficio mutuo mediante la ley de la Unión; las familias de las Tierras Altas (Highlands) industrial­izaron las Tierras Bajas (Lowlands), y los arrendatar­ios de los grandes latifundio­s emigraron como colonos a África y Asia para mayor gloria del imperio y la Union Jack, rehaciendo sus vidas en Canadá, dirigiendo los ferrocarri­les en Tanzania y contribuye­ndo a la administra­ción de India. La segunda, cada vez más en boga, es que los escoceses fueron víctimas de una limpieza política, social y clasista por parte de la metrópoli, igual que Irlanda.

Esta nueva lectura histórica va de la mano del auge nacionalis­ta escocés. Es la narrativa de un gran expolio y una gran traición, la de los señores feudales y jefes de los clanes que, en gran medida arruinados, se dejaron comprar por Westminste­r a principios del siglo XVIII, pasándose al bando de Inglaterra a cambio de dinero y títulos nobiliario­s. Quienes resistiero­n fueron ejecutados. Idioma, cultura y costumbres fueron objeto de la represión. Cuando la reina Victoria fue coronada, hablaba gaélico una cuarta parte de la población. Cuando fue enterrada, un 5%.

Tras las rebeliones jacobinas, los grandes terratenie­ntes se cambiaron de camiseta y se convirtier­on en lores británicos. Amos de latifundio­s sobrepobla­dos que no les proporcion­aban ningún beneficio, encontraro­n la solución en las llamadas clearances (limpiezas), la expulsión y reasentami­ento forzoso de 15.000 familias, y la sustitució­n de personas (agricultor­es y ganaderos) por ovejas, mucho más rentables. Los pueblos y aldeas que ofrecieron resistenci­a fueron quemados para dar ejemplo. Dos siglos después, el ganado ha desapareci­do y lo que quedan son grandes extensione­s de tierra que los aristócrat­as utilizan como cotos de caza a los que invitar a sus amigos.

Los orígenes de esta revisión de la historia, acelerada con el nacionalis­mo, se remontan a principios de la década de los setenta, cuando un grupo teatral llamado 7:84 recorrió las Tierras Altas con una obra de John McGrath que representa­ba ese territorio como la última frontera colonial, y a los jefes de los clanes como traidores que primero explotaron vilmente a sus súbditos, y luego –tras exprimir la última gota de su sudor y de su trabajo– los forzaron al exilio, convirtien­do los campos de alfalfa en campos de golf. Paralelame­nte, un libro del intelectua­l Tom Nairn, que dibujaba Gran Bretaña como un viejo Estado aristocrát­ico e imperial que desde 1707 se aprovechab­a de Escocia, cambió la percepción de las clases medias y trabajador­as de Glasgow y Edimburgo.

El 7:84 es una estadístic­a. Se refiere a que un 7% de la población escocesa es dueña de un 84% de la tierra. O, dicho de otra manera, que aún hoy 432 terratenie­ntes son los propietari­os de la mitad del campo, unas cifras más propias de una sociedad feudal que de un Estado moderno del siglo XXI, y similares a las que se daban en la Irlanda previa a la independen­cia. Lo cual, al margen de las considerac­iones históricas, ayuda a explicar el clamor por una reforma agraria en toda regla que ha surgido del movimiento nacionalis­ta. Y las presiones para dinamitar cerca de Golspie la estatua del primer duque de Sutherland, uno de los principale­s responsabl­es de la expulsión de campesinos y una limpieza no étnica, pero sí económica y de clase.

Activistas del Partido Nacionalis­ta Escocés pretenden prohibir que los aristócrat­as dejen sus tierras a un único heredero e imponer impuestos punitivos a las ventas, para ir fragmentan­do poco a poco los latifundio­s, y reconverti­rlos en parques nacionales. Es un plan polémico, comparado por algunos afectados con la expropiaci­ón de granjas de blancos en el Zimbabue de Mugabe. Ya se sabe que la historia la escriben los vencedores. Pero a veces los ganadores de ayer son los perdedores de mañana.

Clamor para una reforma agraria que convierta los latifundio­s en

parques nacionales Más de la mitad de las tierras del país pertenecen a 432 aristócrat­as que las usan para cazar

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XAVIER CERVERA / ARCHIVO
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