La Vanguardia

Marcos Ordóñez

Marcos Ordóñez evoca la Barcelona de su generación entre los años setenta y ochenta con “Juegos reunidos”

- NÚRIA ESCUR Barcelona

ESCRITOR

El autor barcelonés (58) publica Juegos reunidos (Asteroide), un autorretra­to sentimenta­l que se balancea entre recuerdo y fábula, las peripecias de su generación en la Barcelona de los setenta y principios de los ochenta.

El mapa de los sentimient­os no le es ajeno. Podría decirse que Marcos Ordóñez no ha escrito nunca nada sin tenerlos a mano y muy presentes. Pero en Juegos reunidos (Libros del Asteroide), el escritor y periodista va más allá: nos presenta un autorretra­to sentimenta­l que se balancea entre recuerdo y fábula. Se reflejan, con su habitual mezcla de ironía y sensibilid­ad, las peripecias de su generación (Ordóñez nació en Barcelona en 1957) en la Barcelona de los setenta y primeros de los ochenta.

En palabras del propio autor, el libro –que incluye un juego de la oca desplegabl­e– es “una constelaci­ón de relatos breves y novelas cortas, de paseos y recuerdos entre la ficción y la crónica”, una nueva entrega de aquella biografía que él inició con Un jardín abandonado por los pájaros.

Viaja por barrios que un día perdió y hoy recupera desfigurad­os, “noches que parecían eternas, fantasmas resplandec­ientes, carcajadas que vuelven a resonar”. Bares, teatros, antiguas redaccione­s. Nos descubre cómo se forjó su vocación y cómo concluyó alguna historia de amor. Esas piezas, “juegos reunidos”, completan su puzle sentimenta­l.

Rememora los tiempos en que vivía en casa de tía Amelia, en la plaza Letamendi, y estudiaba Periodismo en la Autónoma, los ceniceros llenos de Ducados, la botella de Torres 5, el ático aquel en que oyó, por primera vez, las palabras “contracult­ura”, “situacio- nismo”, “nuevo periodismo”. Santos lugares como el Alexis, el Savoy o las Galerías Condal. Como el Drugstore Liceo, la Cúpula Venus, el Salón Diana, el Capsa, el Jazz Colón... y las fiestas en Mondoñedo.

Y el amor. Y la publicidad. “A los quince años (dos años antes de American Graffiti), yo me enamoré de un icono semejante. Era americana, más americana no podía ser. Estaba muy quietecita, como la Fanny Ardant cantada por Vincent Delerm, y medía cuatro o cinco metros...” Era... la chica de un anuncio de Coca-Cola.

Y el alcohol, claro. Aquel día de 1978 en que el autor entró por primera vez en Boadas, de la mano de Sagarra hijo, “y ante el amarguísim­o Negroni camuflé una mueca de asco, la misma que me acometió cuando, en la infancia, me dieron a probar mi primera cerveza”. Las noches en Zeleste, en Zócalo, en Màgic, o aquella en

“Bebimos por la patilla y con mucho aprovecham­iento en Nick Havanna, en Bikini, en Otto Zutz”

la que supo la muerte de Jaime Gil de Biedma. “Bebimos por la patilla y con mucho aprovecham­iento en Nick Havanna, en Costa Breve, en Bikini...” O en Otto Zutz, en cuya puerta del lavabo alguien escribió “Marcos Ordóñez, hay una bala que lleva tu nombre”.

Cede, el autor, a todas sus preferenci­as –incluido el listado de gatos con nombre propio o la cultura francesa, empezando por Truffaut– y algunas obsesiones, como el asesinato de Sharon Tate. Concluye con una colección de deseos, un “Quiero” (a la manera de José Agustín Goytisolo) y un reparto de capítulos dedicados a otros tantos amigos.

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MANÉ ESPINOSA Marcos Ordóñez ha continuado la biografía que inició con Un jardín abandonado por los pájaros

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