Cuanto peor, mejor
Salvador Cardús se refiere a la marcada tendencia de algunos expertos a pintarlo todo de negro: “Sea como fuere, es cierto que el analista queda mejor mostrándose pesimista, incluso apocalíptico, más que esperanzado. Y también está claro que eso tiene poco que ver con nuestras condiciones de vida actuales y futuras”.
Recientemente, el periodista norteamericano Morgan Housel, experto en temas económicos, se preguntaba cómo es que a la gente le da la impresión de que el pesimismo es una actitud más inteligente que el optimismo. Particularmente a los articulistas y tertulianos parece que nos gusta decir que las cosas van de mal en peor, incluso cuando la evidencia empírica indica que cada vez van mejor para más gente y durante más tiempo. Y tiene razón: el pesimismo cautiva porque aparenta estar bien informado y tener profundidad crítica e intelectual. En cambio, el optimismo suena como a banalización de la realidad o a desprecio del padecimiento de los individuos. Ser optimista hace ingenuo e insensible, como ha escrito el científico británico Matt Ridley.
Nada nuevo bajo el sol. John Stuart Mill –recuerda Housel en su artículo en The Motley Fool– ya había hecho la misma observación hace ciento cincuenta años: “He observado –decía– que la mayoría de gente no considera sabio al hombre que se muestra esperanzado cuando los otros desesperan, sino al hombre que desespera cuando los demás se sienten esperanzados”. Lo cierto es que el tema del pesimismo social es una cuestión ampliamente investigada y que ha recibido todo tipo de explicaciones. Incluso hay quienes ven el pesimismo... con mucho optimismo. Son los que defienden la teoría de que el pesimismo tiene una base adaptativa positiva, de manera que los organismos –humanos y no humanos– que consideran las amenazas como más urgentes que las oportunidades tienen más posibilidades de sobrevivir y de reproducirse. Es lo que sostiene el premio Nobel (2002) de economía Daniel Kahneman.
Lo más interesante del pesimismo social, sin embargo, no es que se aguante tan sólidamente incluso en contra de toda evidencia en los análisis públicos. Lo que resulta sorprendente es que trabajos serios como el de Roger Liddle en Social pessimism. The new reality of Europe (Policy Network, 2008) indiquen que el pesimismo es mayor cuanto mejores son las condiciones de vida del pesimista. La explicación es relativamente sencilla: el pesimismo es un estado de ánimo que no se refiere tanto al presente como a las expectativas de futuro. Según los datos del Eurobarómetro que utiliza Liddle, los europeos que en el 2008 más creían que sus vidas mejorarían al cabo de 20 años eran los estonios (78%), los irlandeses (67%), los polacos (62%) e incluso los españoles (47%). En cambio, en la cola de los pesimistas estaban los británicos (36%), los franceses (27%) o los alemanes (20%). Una división de opiniones que se mantenía, y en el mismo sentido, si se pre- guntaba por el crecimiento de la desigualdad, por el futuro acceso a los tratamientos médicos o por relación entre personas de diferentes culturas, creencias religiosas y nacionalidades. Ya se sabe: siente más el riesgo de perder algo quien tiene mucho que el que tiene poco.
Claro está que el informe de Liddle es del 2008 y que con la recesión los datos fueron empeorando hasta el 2011. Pero a la vista de la evolución posterior, a finales del 2013 la Fundación Robert Schuman ya se atrevía a publicar un papel con este título: “La opinión pública europea: ¿ha llegado el final del pesimismo?”. Sin embargo, no nos hagamos demasiadas ilusiones. Ya hemos visto muchas veces que una cosa es la opinión que tenemos sobre los hechos y otra muy distinta los propios hechos. Además, aquello que pesa sobre nuestro pesimismo y optimismo no son sólo factores de carácter económico o político. Por ejemplo, hay indicios de que los usuarios de Facebook están menos satisfechos con sus vidas que los que no lo utilizan. Unos investigadores de la Universidad de Michigan concluyen que esta insatisfacción, constatada en los estudios de opinión, podría ser resultado del hecho de que nos comparamos con el resto de gente que suele salir en Facebook con caras de felicidad. Una explicación que me parece algo torpe y cogida por los pelos. Pero aún no he podido leer el trabajo entero.
Sea como sea, es cierto que el analista queda mejor mostrándose pesimista, incluso apocalíptico, más que esperanzado. Y también está claro que eso tiene poco que ver con nuestras condiciones de vida actuales y futuras. Hace ya algunos años, Richard Sennet en The fall of public man (1974) afirmaba con toda la razón del mundo que la mayoría de las opiniones que tenemos acerca de la vida social no tienen gran cosa que ver con nuestra conducta. A las opiniones, Sennet las calificaba de ideología pasiva: “La gente explica al entrevistador lo que piensa de los problemas urbanos o de la inferioridad de los negros, y este cree que llega a conocer sus verdaderos sentimientos sólo por el hecho de que las opiniones que recoge concuerdan con el estatus social del entrevistado o su educación”. Y añadía: “Pero en realidad la gente se comporta de una manera totalmente diferente de aquello que opina”. El pesimismo mola porque aparenta solvencia intelectual. Pero tengo el presentimiento de que la mayoría seguimos siendo optimistas, eso sí, en secreto. Es el pesimismo de la opinión en contra del optimismo de la vida.
El analista queda mejor mostrándose pesimista, incluso apocalíptico, más que esperanzado