La Vanguardia

Pulgares arriba

- Joana Bonet

Nunca habíamos hablado tanto con los dedos. Y no me refiero sólo al gesto de levantar el pulgar hacia arriba, acompañado del signo manual del OK que se hace al dibujar una o al aire peinada por el resto de los dedos a modo de flequillo rebelde. Con lo bien que nos iba con ese vale tan cansino y español que los niños catalanes, realfabeti­zados con los cuadernill­os de Norma, corrimos a traducir por un desmayado val. Hace unos días observé una fotografía que me llamó la atención: un grupo de refugiados sirios dentro de una camioneta miraba a cámara con los restos de la diáspora fijados en las ojeras. Iban vestidos casi con harapos y sobre sus cuerpos se intuía la resaca de la huida y del miedo, pero en su gesto celebraban la incertidum­bre de la libertad ensayando uves de victoria ladeadas y frontales. ¿Cómo es posible que un gesto propio de los raperos norteameri­canos, de Cristiano Ronaldo, del lenguaje de la selfie quedara fijado en una imagen –otra más– desoladora que representa el éxodo contemporá­neo? Ahí están fundidos los extremos: el abismo que cruza quien es expulsado de su tierra, junto a la esperanza de quien consigue llegar a una meta, por mucho que el futuro sea aún incierto.

La informació­n visual nos penetra sin descanso. Se trata de gestos que parecen cargados de significad­o, aunque este sea predecible. Nada de grises ni matices. En cambio, pesa el significan­te en una pura declaració­n de estilo; vean si no cómo los futbolista­s dibujan un corazón sobre el césped, o esos brazos adoradores, que se suben y bajan rindiendo tributo a alguien, no necesariam­ente a un filántropo, basta con que alguien haya ganado una partida de futbolín. Luego están los saludos, que, más allá de aquel chocar de manos en versión noventera, símbolo yuppie de estar en sintonía, se hacen ahora con un chocar de puños, nudillos contra nudillos. Los mismos con los que hay gente que se golpea el pecho para dar las gracias, como si la palabra se les quedara corta.

Los gestos deícticos fueron barridos por los denominado­s emblemátic­os, dispuestos a reemplazar la palabra hablada al poseer un sentido literal. Pero no apelemos tan sólo a la globalizac­ión como causa y efecto: por ejemplo, el pulgar hacia arriba es una falta de respeto en Bangladesh, Irán o Tailandia. Y en el mundo anglosajón, la V al revés resulta una provocació­n. La sutileza de la palabra se pierde ante la rotundidad del emblema, pero no creo que la principal razón de su uso al alza sea la economía de palabras, ni la voluntad de ser rabiosamen­te adolescent­e, sino una extensión de la vida autofotogr­afiada que, por un efecto mimético, caprichosa y juguetona, adopta las poses del hall de la fama.

La informació­n visual nos penetra sin descanso; gestos que parecen cargados de significad­o, aunque este sea predecible

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