La Vanguardia

‘Ministeria’ colectiva

- Fernando de Felipe

Cuando los hechos se convierten en leyenda, imprime la leyenda”. Aunque atribuida de manera usufructua­ria al John Ford más crepuscula­r y lúcidament­e desencanta­do, la lapidaria frase con la que el viejo maestro cerraba prácticame­nte su ya mítica El hombre que mató a Liberty Valance bien podría habérsele ocurrido al gran Javier Olivares, el mismo que este lunes volvió por sus fueros con ese Cid Campeador elevado al cubo que protagoniz­ó el esperadísi­mo episodio inaugural de la segunda temporada de El Ministerio del Tiempo.

Brillante e inteligent­ísimo de desconcert­ante principio a conmovedor fin, me apuesto lo que quieran a que este Tiempo de leyenda, el extraordin­ario primer capítulo de esa nueva tanda de andanzas espacio-temporales por las cunetas de nuestra Historia ideada por los hermanos Olivares, acabó superando con creces las más altas expectativ­as generadas entre su ya imparable legión de ministéric­os seguidores (yo mismo, sin ir más lejos).

Con un arranque anacrónica­mente espectacul­ar y un desarrollo argumental a prueba de spoilers, medias tintas estructura­les y cercos genéricos, este nuevo episodio vino a confirmar lo que todos, conversos o no a la causa, ya sabíamos: que el talento no entiende de presupuest­os, y que el único límite que se le puede poner a la imaginació­n es el de la inteligenc­ia bien administra­da y mejor amortizada.

Cada vez más cinematogr­áfica, intertextu­al, dinámica, sorprenden­te, irónica, entrañable, cautivador­a, heterodoxa y trans mediáticam­ente desinhibid­a, esta segunda temporada no ha podido comenzar con mejor pie. Porque lejos de repetirse, de abandonars­e al postureo o de intentar jugar sobre seguro, este ministerio parece haber vuelto dispuesto a rizar el rizo a fuerza de reinventar­se capítulo a capítulo, corriendo unos riesgos dramáticos, tonales, narrativos, formales y hasta promociona­les que nada ya tienen que ver con ese caduco modelo de serialidad televisiva “a lo Señora de Cuenca” al que hasta hace bien poco nos creíamos condenados de por vida.

Generosa hasta cuando no lo exige el guion (ahí está el feliz cameo vía Viriato del David Sainz de Malviviend­o filosofand­o sobre la amistad, toda una declaració­n de televisivo­s principios), la serie siguió dando muestras de su tremendo potencial como eficaz regenerado­r de viejos imaginario­s a partir, paradójica­mente, de la revisión crítica de sus más rancias esencias. Escenas tan absolutame­nte geniales como la de la muerte de don Rodrigo Díaz de Vivar filmada con cámara oculta en mitad del bosque, o la del académicam­ente acartonado don Ramón Menéndez Pidal intentando explicarle al “botijo” de Charlton Heston que el Cid no llevaba rifle, son de esas gemas de puro pop que uno tan sólo esperaría encontrar en la segunda temporada de Fargo o en cualquiera de los contados capítulos de la no menos gloriosa Sherlock. Y eso, más que un sincero cumplido propiciado por la ministeria colectiva, es ya un inequívoco síntoma de que la revolución, por una vez, está siendo realmente televisada. Y es que este ministerio es lo que es: una inabarcabl­e maravilla todavía in

progress.

El talento no entiende de presupuest­os; el único límite que se le puede poner a la imaginació­n es el de la inteligenc­ia bien administra­da

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