‘Ministeria’ colectiva
Cuando los hechos se convierten en leyenda, imprime la leyenda”. Aunque atribuida de manera usufructuaria al John Ford más crepuscular y lúcidamente desencantado, la lapidaria frase con la que el viejo maestro cerraba prácticamente su ya mítica El hombre que mató a Liberty Valance bien podría habérsele ocurrido al gran Javier Olivares, el mismo que este lunes volvió por sus fueros con ese Cid Campeador elevado al cubo que protagonizó el esperadísimo episodio inaugural de la segunda temporada de El Ministerio del Tiempo.
Brillante e inteligentísimo de desconcertante principio a conmovedor fin, me apuesto lo que quieran a que este Tiempo de leyenda, el extraordinario primer capítulo de esa nueva tanda de andanzas espacio-temporales por las cunetas de nuestra Historia ideada por los hermanos Olivares, acabó superando con creces las más altas expectativas generadas entre su ya imparable legión de ministéricos seguidores (yo mismo, sin ir más lejos).
Con un arranque anacrónicamente espectacular y un desarrollo argumental a prueba de spoilers, medias tintas estructurales y cercos genéricos, este nuevo episodio vino a confirmar lo que todos, conversos o no a la causa, ya sabíamos: que el talento no entiende de presupuestos, y que el único límite que se le puede poner a la imaginación es el de la inteligencia bien administrada y mejor amortizada.
Cada vez más cinematográfica, intertextual, dinámica, sorprendente, irónica, entrañable, cautivadora, heterodoxa y trans mediáticamente desinhibida, esta segunda temporada no ha podido comenzar con mejor pie. Porque lejos de repetirse, de abandonarse al postureo o de intentar jugar sobre seguro, este ministerio parece haber vuelto dispuesto a rizar el rizo a fuerza de reinventarse capítulo a capítulo, corriendo unos riesgos dramáticos, tonales, narrativos, formales y hasta promocionales que nada ya tienen que ver con ese caduco modelo de serialidad televisiva “a lo Señora de Cuenca” al que hasta hace bien poco nos creíamos condenados de por vida.
Generosa hasta cuando no lo exige el guion (ahí está el feliz cameo vía Viriato del David Sainz de Malviviendo filosofando sobre la amistad, toda una declaración de televisivos principios), la serie siguió dando muestras de su tremendo potencial como eficaz regenerador de viejos imaginarios a partir, paradójicamente, de la revisión crítica de sus más rancias esencias. Escenas tan absolutamente geniales como la de la muerte de don Rodrigo Díaz de Vivar filmada con cámara oculta en mitad del bosque, o la del académicamente acartonado don Ramón Menéndez Pidal intentando explicarle al “botijo” de Charlton Heston que el Cid no llevaba rifle, son de esas gemas de puro pop que uno tan sólo esperaría encontrar en la segunda temporada de Fargo o en cualquiera de los contados capítulos de la no menos gloriosa Sherlock. Y eso, más que un sincero cumplido propiciado por la ministeria colectiva, es ya un inequívoco síntoma de que la revolución, por una vez, está siendo realmente televisada. Y es que este ministerio es lo que es: una inabarcable maravilla todavía in
progress.
El talento no entiende de presupuestos; el único límite que se le puede poner a la imaginación es el de la inteligencia bien administrada