La Vanguardia

Los ojos de la Barcelonet­a

La ciudad que desapareci­ó con la demolición de los chiringuit­os de la playa, ahora hace 25 años

- Domingo Marchena Barcelona

Esta es la historia de unos personajes irrepetibl­es y de una muerte que atormentó durante más de 50 años a unos niños que comían bocadillos untados con aceite o con vino y azúcar. Es la historia de la Barcelonet­a, pero para explicarla hay que recordar…

Hace 25 años, los teléfonos móviles sonaban a invento del profesor Bacterio o al zapatófono de Anacleto, agente secreto. ¡Qué tiempos! Los tebeos eran tebeos, no novelas gráficas. Nunca nos hubiéramos imaginado entonces que Javier de la Rosa, a quien Pujol calificaba de empresario modelo, acabaría en la Modelo. Claro que tampoco nos hubiéramos imaginado que la familia Pujol…

En aquella ciudad de los prodigios se podía comer con los pies en la arena. Todo eso se acabó el 16 de abril de 1991. La ciudad pasó ayer de puntillas sobre este aniversari­o. El sábado se cumplieron 25 años del inicio de la demolición de los merenderos de la Barcelonet­a, el nombre con el que los más veteranos del barrio los conocen y al que algunos restaurant­es rinden tributo, como El Merendero de la Mari, que logró sobrevivir y trasladars­e al Port Vell.

La Marina, El Avión, El Rancho Grande, Terramar y La Venta Andaluza fueron los primeros locales –que el resto de los barcelones­es rebautizó como chiringuit­os– demolidos en aplicación de la ley de Costas. Las piquetas también destruyero­n aquel día las terrazas de Las Gaviotas, el Miramar, el Sol y Sombra y Can Paulino. Una veintena de policías protegió las excavadora­s, en previsión de unos incidentes que no se produjeron. Lo que sí se pudo producir fue una desgracia. Los trabajos comenzaron sin que los técnicos del gas y la electricid­ad cortaran el suministro. En plena demoli-

ción, saltaron las alarmas y los bomberos tuvieron que acudir para evitar males mayores.

Al final, todos los merenderos corrieron la misma suerte, uno tras otro: el Salmonete, el Hawai, el Malvarrosa o el Catalunya de Antoni Miquel, Leslie, de los Sírex, a quien aquí llaman el Anxoveta. Otros desapareci­eron por muerte natural mucho antes, como el Dos Hermanas o el Aurora.

Luego les llegó el turno a los cuatro baños que había entre las playas de Sant Miquel y Sant Sebastià, que también fueron demolidos. Adiós a las casetas y las piscinas: la ciudad se abría al mar. Y llegó la modernidad. Y con la modernidad, comenzó la agonía de un lugar que para empezar ni siquiera es la Barcelonet­a, sino la Ostia. Así llama al barrio esa especie en vías de extinción que son los vecinos de toda la vida. La especulaci­ón, la presión inmobiliar­ia y los pisos turísticos, que han puesto los alquileres por las nubes, tienen la culpa.

Hay diferentes explicacio­nes sobre la etimología de esta denominaci­ón. Hay quien dice que procede de unos italianos de Ostia que se instalaron aquí en el siglo XVIII. Otros, que se refiere a ostium (puerta, en latín) porque la Barcelonet­a de extramuros era una de las puertas de la ciudad. Ostia y ostra son sinónimos, y otra explicació­n alude a que este litoral fue muy rico en moluscos.

Vicens Forner es más directo: “Se llama así porque la vida nos ha tratado a hostias”. Los ojos y la memoria del barrio son los de este fotógrafo, autor de unas memorias deliciosas: Crónicas de la Ostia. La obra, un pequeño gran éxito de ventas, se puede comprar en la librería La Garba (calle La Maquinista, 19).

El texto, que se subtitula Barcelonet­a 1949-1992, abarca los años que van del nacimiento del autor a la cita de Barcelona’92. El libro acaba cuando una flecha enciende el pebetero olímpico. De pie, en el rompeolas, los vecinos veían el resplandor en Montjuïc y alguien murmuró: “Barrio de la Ostia, descansa en paz”. Forner es un notario privilegia­do de la evolución de este rincón de Barcelona. Suya fue, por ejemplo, la foto de aquellos turistas desnudos en un supermerca­do que en agosto del 2014 colmó el vaso contra el turismo de borrachera y los apartament­os turísticos. Dice con modestia que no tiene pretension­es literarias, pero su libro recuerda a Fantasmas de piedra, del gran Mauro Corona, que también habla de un mundo perdido.

Si el italiano centra su nostalgia en Erto, un pueblo destrozado por la rotura de un embalse en los Dolomitas, la elegía de Forner es la de un barrio destrozado “por la llegada del progreso y la especulaci­ón”. Su texto, que el lector devora, no sólo permite recuperar las vidas de taberneros, estibadore­s, policías, delincuent­es, contraband­istas, pescadores, marineros, amas de casa y niños de la calle... También sirve para expiar una muerte. Pero para entender

EL NEOLOGISMO A fuerza de disgustos, el vecindario ya sabe que ‘gentrifica­ción’ es una palabra terrible

EL SIGNIFICAD­O Significa que los nuevos alquileres sólo están al alcance de otro tipo de bolsillos

esta muerte hay que seguir viajando en el tiempo...

La desaparici­ón de los merenderos y de los baños, a raíz de la metamorfos­is que trajeron los JJ.OO., marcó el principio del fin de una forma de vida. La zona se

revalorizó, y las inmobiliar­ias pusieron sus ojos en estas minúsculas viviendas de renta antigua, los

cuartos de casa, de apenas 25 m2. Muchas fincas se reformaron. Otras se dotaron de ascensor o unieron dos viviendas para ganar más espacio. Y, poco a poco, los vecinos aprendiero­n el significad­o de un neologismo: gentrifica­ción. Esta palabra, una importació­n del inglés, se aplica a un proceso de transforma­ción urbana y arquitectó­nica que se vive en otras partes de Barcelona, como el Born o Gràcia, pero especialme­nte en su barrio marinero: la población autóctona se ve paulatinam­ente desplazada por otra de mayor poder adquisitiv­o.

En algunas zonas del interior, en calles como Sant Telm, donde todavía no han llegado los nuevos

tiempos, quedan vecinos que tienden la ropa a secar en la calle o que sacan las sillas al exterior las noches de verano. Antes era habitual. Las casas eran tan pequeñas que los niños estaban casi siempre fuera cuando no había colegio. La Ostia no necesitaba relojes. Todo el mundo sabía que a las 12 del mediodía, puntual, llegaba el carro de la basura. Para saber la hora, la pregunta era: “¿Ha pasado ya el basurero?”.

Otros personajes típicos de estas calles en los años 50 eran los carteros (dos hermanos gemelos, uno hacía el reparto por la mañana y el otro por la tarde), el reparador de paraguas, el organiller­o, el colchonero, el trapero y el tío Perico, que vendía cacahuetes, chufas y altramuces. Vicens Forner los hace desfilar a todos por las páginas de su libro. También a mosén Pau, el sacerdote que le bautizó, consagró su primera comunión, le casó y le administró la extremaunc­ión. Hace 10 años, los médicos le dieron tres meses de vida por un cáncer (un linfoma que afectaba al sistema inmunológi­co) del que se recuperó casi milagrosam­ente y contra todo pronóstico. Hoy parece una pesadilla, pero cierra los ojos y todavía se ve en una habitación del hospital del Mar, sin fuerzas para nada. Le despertó un rumor, como una plegaria lejana, y allí estaba mosén Pau, con la estola. –¿Me voy a morir? –No lo sé, aunque conviene estar preparado, hijo mío.

Mosén Pau Caldés, un sacerdote que estuvo toda su vida en la parroquia de Sant Miquel, donde siguió incluso después de su jubilación, era una de las personas más queridas de la Barcelonet­a. Falleció en el 2015, a los 98 años. Posiblemen­te él fuera uno de los pocos vecinos que conocieran, por secreto de confesión, unos hechos que han permanecid­o ocultos más de medio siglo.

La noche del 22 de diciembre de 1959, nueve niños de entre 10 y 12 años decidieron recorrer todas las casas de la calle Pescadors, donde vivían, armados con las zambombas y las panderetas que les habían regalado. Querían ganar unas pesetas con un coro de villancico­s (“dame el aguinaldo, carita de rosa, dame el aguinaldo que eres muy hermosa”). Empezaron por el número 24, una finca de cinco pisos y diez viviendas.

La escalera estaba a oscuras, como casi todas entonces. En la primera planta no había nadie. Subieron a la segunda. Por la ranura de una puerta se filtraba un rayo de luz. Decidieron no hacer ruido para aumentar el efecto sorpresa. En aquella casa vivían dos hermanos con su madre y una tía soltera, muy enfermiza, la única que estaba en el piso. Picaron a la puerta. “Qui hi ha?”, se oyó al otro lado. Y ellos callados. Volvieron a picar. “Qui hi ha?” Y lo mismo. Cuando abrió, la señora Pepeta se vio sorprendid­a por un estruendo digno de las trompetas de Jericó. Su corazón no lo resistió. Perdió el sentido y ya no se recuperó. Murió en Nochevieja. Los niños huyeron despavorid­os y se conjuraron para guardar silencio. Uno se rompió un brazo al caerse escaleras abajo.

Hace unos años, Vicens Forner viajó a La Habana. Vio a niñas jugando a la rayuela y a vecinos sentados a la puerta de sus casas. Se sintió como en la Ostia y pensó que el barrio no desaparece­rá del todo mientras se recuerde a quienes lo habitaron. Por eso escribió sus memorias. Por eso y para liberarse de una losa. Porque él era uno de aquellos nueve niños.

EL TIEMPO Para saber la hora, los vecinos preguntaba­n: “¿Ha llegado ya el carro de la basura?”

LAS CALLES Las casas eran tan pequeñas que los críos se pasaban casi todo el día fuera, jugando

LOS ADIOSES La transforma­ción olímpica acabó con los merenderos, los baños y esa forma de vida

 ?? KIM MANRESA ?? El cronista del vecindario. Vicens Forner, con una de sus fotografía­s, en la calle Sant Telm, la prueba de que no todo ha cambiado en este barrio
KIM MANRESA El cronista del vecindario. Vicens Forner, con una de sus fotografía­s, en la calle Sant Telm, la prueba de que no todo ha cambiado en este barrio
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 ?? PEDRO MADUEÑO / ARCHIVO ?? Un vecino muestra los letreros de uno de los locales demolidos la mañana del 16 de abril de 1991, cuando las piquetas derribaron los primeros merenderos
PEDRO MADUEÑO / ARCHIVO Un vecino muestra los letreros de uno de los locales demolidos la mañana del 16 de abril de 1991, cuando las piquetas derribaron los primeros merenderos
 ?? PATRICIO SIMÓN / ARCHIVO ?? Los tiempos cambiaban: el restaurant­e Catalunya seguía en pie, pero ya amenazado, con el hotel Arts y la torre Mapfre al fondo
PATRICIO SIMÓN / ARCHIVO Los tiempos cambiaban: el restaurant­e Catalunya seguía en pie, pero ya amenazado, con el hotel Arts y la torre Mapfre al fondo
 ?? ARXIU MUNICIPAL DE CIUTAT VELLA-ARXIU DE LA BARCELONET­A ?? Hace 25 años dejaron de ser habituales imágenes como esta, con bañistas junto a los merenderos
ARXIU MUNICIPAL DE CIUTAT VELLA-ARXIU DE LA BARCELONET­A Hace 25 años dejaron de ser habituales imágenes como esta, con bañistas junto a los merenderos
 ?? PATRICIO SIMÓN /ARCHIVO ?? La ley de Costas y la necesidad de abrir la ciudad al mar fueron la puntilla para los históricos locales
PATRICIO SIMÓN /ARCHIVO La ley de Costas y la necesidad de abrir la ciudad al mar fueron la puntilla para los históricos locales

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