La Vanguardia

Mucha altura, poca lógica

- Llàtzer Moix

Desde la bíblica torre de Babel, el hombre ha deseado construir edificios que le acercaran al cielo. Este anhelo se satisfizo tras el gran incendio de Chicago de 1871, cuando se desarrolla­ron allí estructura­s de acero para crecer en altura.

Al principio, los rascacielo­s tenían ecos clásicos. Adolf Loos propuso al Chicago Tribune un edificio que era una columna dórica de 120 metros. Después, autores como Mies van der Rohe diseñaron torres rectilínea­s de acero y vidrio como el Seagram de Nueva York, hitos del siglo XX.

Los arquitecto­s siguieron soñando. Frank Lloyd Wright dibujó un edificio de una milla de altura (1.609 metros), utópico y jamás realizado. Jean Nouvel propuso en París la nonata Tour sans fin, así llamada pero de 425 metros. La altura atrae en todas las eras.

Aquella fiebre es hoy global. En 1998 (y hasta el 2004), las torres más altas (451 metros) estaban en Kuala Lumpur, en Malasia. Ahora dicha fiebre avanza por los emiratos y China. Durante años, el tope estaba en el medio kilómetro. En el 2010 la torre Califa de Dubái (828 metros) rompió techos. Segurament­e conservará su corona hasta el 2020, cuando se prevé acabar varias torres de mil metros. Una de ellas, la del Reino en Yida, está ya adelantada. Otra será el observator­io de Calatrava en Dubái.

¿Cuál es el sentido de esta carrera de la altura? Una cosa es que la construcci­ón vertical tenga futuro: deja una huella mínima, ahorra terreno, permite densificar la urbe. Y otra es que las torres descomunal­es plantean serios problemas.

Dada la flexibilid­ad del acero, oscilan demasiado. Las cargas horizontal­es –el viento– obligan a reforzarla­s mucho. A partir del medio kilómetro, hay dificultad­es con los ascensores, cuyos cables pesan demasiado e impiden viajes de una tirada. Además, la organizaci­ón funcional de estas megatorres se complica. En su fase constructi­va, los obreros no siempre salen de ellas a diario y deben afincarse en su interior. Acabadas, consumen energía y recursos en exceso.

Por no hablar de los problemas de seguridad: ¿cómo evacuar a tiempo, en caso de incendio o atentado, una de estas torres? O de los económicos: ¿cómo justificar el precio del metro cuadrado de una torre como la de Calatrava, de sólo 20 plantas y presupuest­ada en mil millones de dólares?

La resolución de estos y otros problemas ayuda a mejorar las técnicas constructi­vas. Pero es muy cara. Los rascacielo­s de un kilómetro pueden ser meros alardes de poder a precios exorbitant­es. Y, en términos pragmático­s y económicos, algo totalmente ilógico.

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