Divinización
Atodos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12). De manera tan sencilla pero, a la vez, tan profunda, san Juan expresa el proyecto de Dios Padre sobre la humanidad: que todos lleguen a conseguir la dignidad infinita, eterna, de hijos de Dios. San Pablo dirá también: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8,14).
Este gran proyecto de Dios se realiza de manera asombrosa en la Eucaristía. En ese sacramento recibimos al Señor y su Espíritu. De ahí que podamos decir que nos convertimos en portadores de Cristo, incorporados a Cristo, transformados en Él, espiritualizados por su Espíritu. Ser hijo siempre es un don, algo que se recibe, que no conseguimos con nuestro esfuerzo: haber nacido, vivir, es un regalo maravilloso.
Ser hijos de Dios, haber nacido del Espíritu de Dios, en Cristo, es el don más insospechado y absoluto; y este en Cristo tiene su más alta densidad y plenitud en la comunión eucarística.
¡Maravilla de misterio!, el Espíritu de Dios que hemos recibido en el Bautismo nos hace exclamar: “¡Abba, Padre!” (Rm 8,15) Somos realmente hijos de Dios, y por lo tanto divinizados. Así lo expresa santo Tomás de Aquino: “En efecto, lo propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Dios: la divinización” (Sent. IV, dist. 12).Habiendo, pues, recibido dignamente al Señor en la comunión eucarística, podemos decir con san Juan: “Ahora somos hijos de Dios” (1Jn 3,2). Somos hijos en el Hijo. Viéndonos, el Padre nos reconoce como verdaderos hijos y reconoce en cada uno de nosotros, en todos nosotros comulgados con Cristo, a su propio Hijo; y nosotros, contemplándolo, lo reconocemos como Padre nuestro, que está en los cielos. Es una realidad que nos sobrepasa. Necesitamos mucho silencio interior y mucha actitud contemplativa para lograr adentrarnos en este misterio, a través de las horas y los días.
La Eucaristía nos conduce a nuestra primera y esencial vocación de hijos de Dios: “Elegidos antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor. Elegidos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef 1,4-5). Nuestro Padre del cielo ha puesto en nosotros mucho más que su imagen, ha puesto mucho más que el soplo de vida. Ha puesto en nosotros al mismo Cristo, su Hijo. Ha reproducido la imagen de su Hijo en cada uno de nosotros. Viviendo en Él, como Él, en Él, y espiritualizados en Él, quedamos divinizados en Él. “Nada ni nadie podrá, ya, separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,39). “A Él todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos” (2Tm 4,18). Amén.
Como María, dejemos que este gran misterio se grabe en nuestro corazón y poco a poco nos vaya transformando en iconos vivientes de Dios, de manera que viéndonos vean al Padre y le glorifiquen sin fin.
Necesitamos silencio interior y actitud contemplativa para entender este misterio de ser hijos de Dios