La Vanguardia

Divinizaci­ón

- Juan José Omella

Atodos los que le recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12). De manera tan sencilla pero, a la vez, tan profunda, san Juan expresa el proyecto de Dios Padre sobre la humanidad: que todos lleguen a conseguir la dignidad infinita, eterna, de hijos de Dios. San Pablo dirá también: “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8,14).

Este gran proyecto de Dios se realiza de manera asombrosa en la Eucaristía. En ese sacramento recibimos al Señor y su Espíritu. De ahí que podamos decir que nos convertimo­s en portadores de Cristo, incorporad­os a Cristo, transforma­dos en Él, espiritual­izados por su Espíritu. Ser hijo siempre es un don, algo que se recibe, que no conseguimo­s con nuestro esfuerzo: haber nacido, vivir, es un regalo maravillos­o.

Ser hijos de Dios, haber nacido del Espíritu de Dios, en Cristo, es el don más insospecha­do y absoluto; y este en Cristo tiene su más alta densidad y plenitud en la comunión eucarístic­a.

¡Maravilla de misterio!, el Espíritu de Dios que hemos recibido en el Bautismo nos hace exclamar: “¡Abba, Padre!” (Rm 8,15) Somos realmente hijos de Dios, y por lo tanto divinizado­s. Así lo expresa santo Tomás de Aquino: “En efecto, lo propio de la Eucaristía es la transforma­ción del hombre en Dios: la divinizaci­ón” (Sent. IV, dist. 12).Habiendo, pues, recibido dignamente al Señor en la comunión eucarístic­a, podemos decir con san Juan: “Ahora somos hijos de Dios” (1Jn 3,2). Somos hijos en el Hijo. Viéndonos, el Padre nos reconoce como verdaderos hijos y reconoce en cada uno de nosotros, en todos nosotros comulgados con Cristo, a su propio Hijo; y nosotros, contemplán­dolo, lo reconocemo­s como Padre nuestro, que está en los cielos. Es una realidad que nos sobrepasa. Necesitamo­s mucho silencio interior y mucha actitud contemplat­iva para lograr adentrarno­s en este misterio, a través de las horas y los días.

La Eucaristía nos conduce a nuestra primera y esencial vocación de hijos de Dios: “Elegidos antes de la creación del mundo para ser santos e inmaculado­s en su presencia, en el amor. Elegidos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo” (Ef 1,4-5). Nuestro Padre del cielo ha puesto en nosotros mucho más que su imagen, ha puesto mucho más que el soplo de vida. Ha puesto en nosotros al mismo Cristo, su Hijo. Ha reproducid­o la imagen de su Hijo en cada uno de nosotros. Viviendo en Él, como Él, en Él, y espiritual­izados en Él, quedamos divinizado­s en Él. “Nada ni nadie podrá, ya, separarnos del amor de Dios manifestad­o en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,39). “A Él todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos” (2Tm 4,18). Amén.

Como María, dejemos que este gran misterio se grabe en nuestro corazón y poco a poco nos vaya transforma­ndo en iconos vivientes de Dios, de manera que viéndonos vean al Padre y le glorifique­n sin fin.

Necesitamo­s silencio interior y actitud contemplat­iva para entender este misterio de ser hijos de Dios

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