Política trivial
Los dirigentes políticos dicen haber aprendido en estos cuatro meses, pero no precisan el qué. Ocurre como cuando se refieren a los errores cometidos; errores que, sospechosamente, nunca concretan. Es como si dieran a entender que desde el 20-D han cambiado. Aunque no se sabe si se sienten escarmentados, creen haber madurado o se trata sólo de un fingimiento. No se sabe si las lecciones al parecer recibidas les van a llevar a actitudes más abiertas y generosas, o más prevenidas y recelosas. Probablemente tampoco lo sepan ellos. Tampoco deben saber qué les empuja a anunciar a los ciudadanos qué han aprendido. Y no llegan a entender que tal confesión suscita impresiones ambivalentes en la opinión pública. Porque si lo que pretenden es decir que ya han recibido el aviso, que se dan por enterados de lo que ocurre, quienes les oyen pueden preguntarse cómo es que no llegaron aprendidos a las cotas de responsabilidad política de las que hacen gala.
La aparición de la llamada nueva política condujo a una situación paradójica a la política partidaria en su conjunto. Convicciones ligadas a la regeneración democrática y a la justicia social irrumpieron en el escenario institucional haciendo que el panorama se fragmentase. De modo que mientras los principios reivindicaban su lugar en la política, la pluralidad reclamaba transacción. Los cuatro meses de la legislatura que hoy se acaba han demostrado lo difícil que es conciliar convicciones y renuncias, la defensa de la propia identidad y el funcionamiento acordado de las instituciones. Hasta el punto de que hoy no sabemos en qué han quedado las convicciones expuestas ante el 20-D, ni si la política partidaria operará tras el 26 de junio con una mayor flexibilidad. En estos cuatro meses los principios –viejos y nuevos– se han devaluado a cambio de nada, en tanto que la transacción ha sido incapaz de ofrecer una mayoría de gobierno.
El adanismo de los nuevos viejos y de los viejos nuevos encuentra, claro está, hitos históricos, aportaciones y grandes enseñanzas en la experiencia desarrollada por los equipos negociadores, como si en los treinta y ocho años anteriores todo hubiese llovido del cielo. Como si en sólo cuatro meses se hubiera adquirido un aprendizaje democrático superior al de los casi cuarenta años anteriores. De pronto un número significativo de personas se ha estrenado en política al más alto nivel, desfilando a lo novecento por los pasillos del Parlamento, experimentando sensaciones propias de un concurso televisivo. Ciertamente el relato convencional ha sublimado las dotes personales y grupales de quienes protagonizaron la transición. Pero es que ahora ir de sobrado es la condición para aparecer en pantalla hasta cuando se aspira al premio al líder más humilde.
El encuentro entre PSOE, Podemos y Ciudadanos fue retratado por un portavoz entusiasta como un avance crucial por haberse dicho a la cara lo que venían diciéndose a través de los medios de comunicación, aunque continuaron diciéndoselas. El acuerdo programático de 200 puntos entre PSOE y Ciudadanos mereció el compromiso cerrado de ambos partidos, que lo consignaron como el verdadero logro del nuevo tiempo, aunque ahora cada cual regrese al punto de partida. Pedro Sánchez expuso la idea de “un gobierno parlamentario”, sugiriendo que la “geometría variable” podría trascender la división de poderes. Compromís propuso “un gobierno de mínimos”, abundando en la ilusión de salvar el trámite de investidura… y después ya se verá. Los socialistas acabaron el cuatrimestre reclamando un gobierno monocolor con incrustaciones de independientes y los presupuestos del 2017 y del 2018, a cambio de que Sánchez se sometiera después a un voto de confianza.
Nadie puede asegurarnos que esas manifestaciones de una política trivial no se reediten tras el 26 de junio. Sobre todo cuando entre las pretendidas enseñanzas de estos cuatro meses no se incluye una materia básica en política: saber algo de sumas y restas. Porque si no se parte de un mínimo principio de realidad, el aritmético, se corre el riesgo de caer en la superchería política. De creer que la retirada de Artur Mas a última
Ahora ir de sobrado es la condición para aparecer en pantalla hasta cuando se aspira al premio al líder más humilde
hora constituye un ejemplo que seguir, que cabe trasladar a la gobernación de España una alianza “a la valenciana”, o que las voluntades contrarias a que Rajoy se suceda a sí mismo concedían a Pedro Sánchez una suerte de primogenitura democrática con tan sólo 90 diputados. No, nunca se aprende lo suficiente. Pero lo que ya no vale es trampear en los exámenes, en el escrutinio diario, alegando que la cuestión no aparecía en el temario inicial.