La Vanguardia

Hola, soy yo

- Carlos Zanón

En mi caso, olvídense de Thompson o Chandler: todo lo que sé de novela negra lo aprendí en el pasillo de casa. Si pedía quedarme a jugar en el piso de un amigo me decían: “Pórtate bien”. Si estaba con una chica: “No le hagas perder el tiempo”. Cuando salía por la noche, “¿para qué?” y al volver, “¿ya estás aquí?”. Parece poco, pero con seis reglas más Moisés se hizo unas Tablas. En mi familia las palabras parecían ser fruto tanto de la sabiduría como del hartazgo. Puro hardboiled, por supuesto. Por eso me dan pereza las presentaci­ones. Nunca generan acción. Pero sé que hoy es una de esas ocasiones en que debería intentarlo. Pertrechar algo ritual, útil, que no pese.

Veamos. Nací, viví y, a menos que me estrelle con un avión, moriré en el Guinardó, un barrio de las afueras de Barcelona. No por voluntad propia ni querencia al barrio, tierra de talleres, bancos y bares con gente que entró a celebrar el gol de Koeman y aún no ha salido. Sino que en mi familia el no future era siempre “no lo hagas que te vas a caer”. Así que sigo aquí, atado al puñetero barrio. Pero conservo mis sueños intactos. Me gustaría acabar mis días en Roma, en un palacete decadente, rodeado de almohadone­s, llorado por amantes, examantes, hijos, exhijos, abogados, una jirafa y un ejemplar manuscrito de Les fleurs du mal en las manos. Pero sé que terminaré en el hospital Vall d’Hebron rodeado de una brigada básica de los míos, una botella de agua, un Lecturas y una enfermera de nombre Amparo. Me estoy desviando. Presentars­e. La sección. Barcelona.

Quizá debería adelantar que esta ciudad y yo nos llevamos como las parejas gastadas que van de la mano sin tocarse. Es decir, nos caemos mal pero sin llegar a mayores. Yo no le quemo contenedor­es y ella sólo me organiza un sábado al mes, bajo mi ventana, un espectácul­o de payasos para niños con, al parecer, problemas de audición. Por cierto, nunca se oye reír a los niños. En realidad, los payasos esos acojonan y mucho. Soy escritor. Antes me dedicaba a escribir. Me canso enseguida de todo, así que ya estoy harto de ser escritor y me apetece mucho escribir. Les aseguro que no es una contradicc­ión. Siendo que tus novelas pasan en Barcelona se sobrentien­de que estás vinculado a ella por lazos estrechos, tu gran amor, ese destrozo. No es mi caso. Mis problemas con Barcelona obedecen a que de niño bajábamos al Centro –y sólo el Centro era Barcelona– a la cabalgata, a El Corte Inglés y un Ramblas-Golondrina-Portacoeli de mes de agosto que ahora estaría prohibido por la ley del Menor y mis padres en Guantánamo. No me traté con Barcelona mucho de niño y eso se paga. De adolescent­e y joven, iba a la city en modo razzia: bebidas, chicas, dinero. Ya de adulto, nuestra relación fue la que es. Nadie intentó nada. Ella en su lugar y yo, en el mío. Ya no cambiará. Creo que mi presentaci­ón ha sido un desastre. En fin, debería haber hecho lo que suelo hacer: “Hola, soy yo”, a lo que me suelen contestar “pues no tienes acento”.

Quizá debería adelantar que esta ciudad y yo nos llevamos como las parejas gastadas que van de la mano sin tocarse

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