Los ojos del enviado especial
EL 27 de agosto de 1792, The Times de Londres publicó un anuncio en que pedía “un caballero capaz de traducir al idioma francés, pero para evitar problemas, debe dominar perfectamente el inglés, tener cierto conocimiento de la situación política en Europa y ser competente”. Había nacido el enviado especial para explicar la situación de París después de que el pueblo hubiera asaltado la Bastilla y a un año de que el filo de la guillotina cercenara la cabeza de la reina María Antonieta. John Walter, el comerciante de carbones que fundó The Times, pensó que un corresponsal que explicara los excesos de la revolución le ahorraría costes y aportaría informaciones de primera mano.
Los corresponsales de guerra han sido básicos para acercarnos a los conflictos cruentos que ha vivido el planeta. Durante la Primera Guerra Mundial, La Vanguardia se planteó enviar periodistas a los dos bandos en conflicto: un joven Agustí Calvet, Gaziel, explicó la guerra desde el lado aliado, y Enrique Domínguez hizo lo mismo desde el bando alemán. De la misma manera que The Times disparó sus ventas a finales del siglo XVIII, La Vanguardia consiguió grandes tiradas a partir de 1914. El periodismo ganaba heroicidad con profesionales en la trinchera, y los ciudadanos disponían de noticias directas.
En nuestros días, las guerras se han vuelto más peligrosas para los reporteros, por el tipo de armas, por la complejidad de los conflictos y porque ellos han pasado a ser objetivos (para conseguir dinero a cambio de su libertad o para lograr que nadie sepa las barbaridades que se perpetran). Este fin de semana, tres periodistas –Antonio Pampliega, José Manuel López y Ángel Sastre– han sido liberados tras un secuestro en Alepo que ha durado más de diez meses. Desde el 2011, han perdido la vida 139 corresponsales y 47 blogueros en Siria. Están en la diana del Estado Islámico y del Frente al Nusra, pero su mirada es imprescindibles para denunciar lo que allí ocurre. Sus ojos son los nuestros.