Un catalán en Jerez
He estado 72 horas en Jerez de la Frontera. ¡Qué gente! ¡Qué cosas ve uno! ¡Qué manera de vivir! Yo les cuento el panorama y juzgan. Sábado, último día de feria (la Feria del Caballo: aquí o eres Domecq o eres caballo, dicen). Once de la mañana, hora local, que vienen a ser las ocho horas en Catalunya: se despereza la ciudad, y los madrugadores estamos tomando un café en la plaza del Caballo. Hay un pobre sentado en un portal, y su perro ladra cuando le viene en gana. Sale una señora del portal y, ante mi incredulidad, le dice:
–Toma un euro para que te tomes una servesita en la feria a mi salud. Y al perro le suelta: –No te creas que me das miedo, hijo, es que no llevo medias y si me arañas...
¿A ustedes les parecen formas modernas de dar limosna? ¿No ha pensado esta mujer en el colesterol del sin domicilio? ¿Y si prefiere gastarse el euro en un gimnasio? El caso es que al pobre le cambió la cara y no de vergüenza. Yo no hice nada, lo admito. Mi deber hubiera sido decirle:
–Invierte ese euro, trabaja y cambia
La forma de dar limosna, las terrazas, la memoria del dictador... así Jerez nunca será Copenhague
de estilo de vida. Y que no me entere yo de que no votas el 26 de junio...
En Barcelona somos más de sermonear cívicamente a los pobres y afearles que fumen, beban cerveza o tengan al perro sin comer chuletón.
Jerez de la Frontera tiene muchas plazas. ¿Y qué hacen con ese patrimonio cultural? Plantar terrazas. Sale un empleado del gremio de la hostelería, pone una mesa aquí, otra allá, y en minutos unos incívicos se sientan, piden un fino, un palo seco o una caña, sin reclamar al excelentísimo Ayuntamiento que ponga orden, les fastidie y toque los huevos al empleado del gremio de hostelería. ¿Cómo va Jerez a ser un día el Copenhague del Sur?
¿Y el dictador? Los jerezanos tienen un dictador y en lugar de organizar un amistoso anual con el Racing Club de Ferrol –si en América Latina disputan la Copa Libertadores, ¿no deberíamos instituir aquí la Copa Dictadores?–, permiten que la casa natal se caiga a pedazos y de la memoria de don Miguel Primo de Rivera sólo quede una estatua ecuestre que si no han retirado es por no hacer un feo al caballo. Y así, todos contentos.
La gente de Jerez de la Frontera no es rara, es rarísima. Llega la feria y se visten de señoritos, pero no de señoritos de Sevilla con sus casetas infranqueables. No, aquí son hospitalarios y te dejan entrar libremente, digo yo que para dar envidia. –Catalán, baila una sevillana... Y encima, eso. Primero los jerezanos –y las jerezanas– hacen lo que les da la gana, le sueltan un euro al pobre en lugar de un discurso sobre la regeneración moral, disfrutan de las terrazas sin temor a ordenanzas municipales que enorgullecerían a don Miguel Primo de Rivera y terminan contando a la hora de bailar. Que si el paso dos, que si el paso tres...
Jerez nunca será Copenhague.