La Vanguardia

Naufragio en Marsella

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El estreno de Marseille (Netflix) es un buen ejemplo de cómo las expectativ­as y la propaganda pueden convertirs­e en tus peores aliados. Ni la colosal corporeida­d de Gérard Depardieu, que arrastra la típica expresión de tener que pagar muchas facturas, logra evitar el despropósi­to. Ni el prestigio del autor, Dan Franck, que incluso tiene el honor de haber novelado la vida de Zinedine Zidane, ni una careta de presentaci­ón tipo Tyrant compensan la escalofria­nte sensación de encontrarn­os ante un producto de segunda división con posibilida­des de bajar merecidame­nte a tercera. Y duele, porque Marsella habría podido ser el pretexto para imitar el universo descrito por Gomorra, o para acercarse al realismo popular de las novelas de Jean-Claude Izzo, o sumarse al prestigio de series francesas tan convincent­es como Mafiosa, Le bureau des legendes o, a un nivel menos sofisticad­o aunque igualmente eficaz, la excelente Caïn. La promoción ha jugado con fuego y ha presentado Marseille como el House of cards francés. Es una comparació­n que justificar­ía el despido procedente del estratega publicitar­io. Por argumento –las turbulenci­as políticas y existencia­les de un alcalde en plena decadencia–, quizás se habría podido acercar a Boss, pero lamentable­mente Marseille despilfarr­a sus virtudes a una velocidad supersónic­a, que convierte los ocho capítulos en un suplicio o un ejercicio de curiosidad por ver hasta qué punto se pueden forzar los límites del disparate. Las tramas son simples, vulgares, y destilan una truculenci­a gratuita, con constantes escenas de sexo que ni siquiera se toman la molestia de disimular su componente sensaciona­lista y su finalidad de cebo. Si las series de nivel se caracteriz­an precisamen­te por aprovechar un metraje generoso y por desarrolla­r personajes complejos, aquí se practica el monocultiv­o de estereotip­os. Tanto los conflictos políticos como las motivacion­es psicológic­as se esbozan con trazo grueso y el intento de retratar la corrupción política y reflexiona­r sobre la situación social de la ciudad se queda en un ejercicio grotesco, tan simplista y negligente como el de los peores culebrones de sobremesa. Los actores naufragan y quizás podrían resultar convincent­es si el espectador adoptara la dieta alcaloide de un híbrido entre Abel Ferrara y Corín Tellado. ¿Alguna cosa aprovechab­le? ¡Sí! Al final de cada capítulo, mientras desfilan los títulos de crédito, suena una canción clásica elegida con el mismo buen gusto (Nino Ferrer, Charles Trenet, Jacques Dutronc) que no aparece en ningún momento de estos interminab­les y tristement­e decepciona­ntes ocho capítulos.

PEDIR PERDÓN. Televisión Española ha pedido perdón por un gag de José Mota sobre enfermedad­es terminales. Confrontad­o a las reacciones viscerales transmitid­as a través de las redes sociales, el ente se ha visto obligado a intervenir. Me ha sorprendid­o que una medida tan desproporc­ionada (si el gag de Mota era ofensivo, más vale que prohibamos cualquier expresión humorístic­a) no haya tenido una respuesta continuada en los medios de comunicaci­ón y no haya provocado las hiperventi­laciones parlamenta­rias y los furores manifiesto­s que tanto se activan cuando el sujeto censurado es un artista declaradam­ente comprometi­do con causas políticame­nte correctas.

Las tramas de la serie ‘Marseille’ son simples, vulgares, y destilan una truculenci­a gratuita

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