La imagen de los autores
En 1995 se celebró en Vaucresson un coloquio para conmemorar el vigésimo aniversario de Vigilar y castigar, de Michel Foucault. Entre los invitados, se encontraba Pierre Bourdieu, quien, tras escuchar lo que los participantes habían dicho que decía su viejo amigo, se descolgó con una a elocución de una impertinencia deliciosa: “¿Qué es hacer hablar a un autor? A propósito de Michel Foucault”. A pesar de que no tratara de los sistemas penales como el libro por el que se había convocado el congreso, era una materia muy foucaultiana. El filósofo difunto se había ocupado de la figura del autor como procedimiento de control de los discursos en su lección inaugural en el Colegio de Francia en 1970. Un cuarto de siglo después, Bourdieu retomaba el tema tomando precisamente como pretexto a Foucault, cuyo nombre ya entonces se hacía combatir desde bandos diversos en múltiples y a menudo contradictorias batallas.
La intervención no debió de ser larga. El texto que la reproduce tiene pocas páginas. Pero esconde propuestas jugosas. Entre otras, la de hacer una revisión de la manera en que se escribe la historia de las ideas. Según Bourdieu, debía abandonarse aquella historia de las ideas que descansa ingenuamente sobre el prejuicio de que los textos se leen y de que, cuando se leen, se comprenden. El sociólogo francés se mostraba convencido de que los autores contemporáneos a penas se leen entre si y de que todo
Según Pierre Bourdieu, no convenía partir del prejuicio de que los textos se leen
lo que saben los unos de los otros acostumbran a saberlo a través de los periódicos o de lo que han oído decir a sus colegas. Apuntaba que los materiales con que se construye la imagen social del autor suelen ser un par de palabras clave que a menudo coinciden con los títulos de sus obras y que todo el mundo repite sin saber demasiado a qué hacen referencia. Y afirmaba que, en consecuencia, si se parte de la hipótesis de que no se lee lo que se supone que se lee, se pueden llegar a comprender muchas cosas que no se comprenden cuando se cree que sí que se leen. Evidentemente, esta hipótesis tan clarificadora no sólo es aplicable a los textos de los autores contemporáneos. Bourdieu no se ocupaba de ello. Pero a menudo también se entiende mejor lo que se hace decir a los clásicos cuando se supone que quienes hablan no los han leído.
Tan cierto como que se entienden muchas cosas de la construcción de la imagen de los autores y de la circulación de las ideas cuando se parte de la hipótesis de que no se leen los textos de que se habla, lo es que también se entienden otras muchas si se parte de la hipótesis de que existe la tendencia a no comprender aquellos textos que sí se leen. Pero esto no tendría que hacer olvidar que también se da el caso de textos que han sido leídos y comprendidos pero cuyo contenido se presenta tergivers-adamente para favorecer su acogida en los sectores en que se pretende influir y que serían poco propicios a aceptarlos sin esta sesión previa de maquillaje. Una historia completa de las ideas tampoco debería dejar nunca de lado el papel que interpreta en su circulación este procedimiento clásico de la propaganda.