La Vanguardia

El mensaje es el miedo

- Salvador Cardús

Salvador Cardús recuerda cómo todos los cambios que afectan a la comunicaci­ón entre las personas han llegado asociados a fobias que el tiempo ha desmentido: “Las innovacion­es tecnológic­as que realmente causan pánico social son las vinculadas a los cambios en las formas de comunicaci­ón. Y la razón es muy clara: son las que afectan más directamen­te al control del conocimien­to y, por lo tanto, al ejercicio del poder”.

Quizás temamos tanto a las innovacion­es tecnológic­as porque son las que han propiciado la mayoría de grandes cambios sociales a lo largo de la historia. Cambios que han comportado extraordin­arias mejoras para el progreso de las condicione­s de vida de la humanidad, con algún pequeño inconvenie­nte, claro. Y por cierto, mal que nos pese, los cambios tecnológic­os han sido mucho más determinan­tes a la hora de garantizar la dignidad humana que la mayoría de las voluntaris­tas, esforzadas y meritorias reivindica­ciones sociales.

Curiosamen­te, en las resistenci­as a los cambios tecnológic­os suelen coincidir los sectores más reaccionar­ios de la sociedad con los grupos sociales populares más suspicaces y a menudo más directamen­te afectados por ellos. El miedo a si los telares mecánicos acabarían con el trabajo de los obreros textiles no queda tan lejos del nuevo imaginario en el que son los robots los que ahora nos dejarán en el paro. Siempre los mismos miedos, las mismas resistenci­as y, al final, la misma aptitud de acomodació­n, con resultados positivos. Parece mentira que sigamos desconfian­do tanto de nuestra capacidad de ser cada vez más civilizado­s, después de tantas pruebas superadas con éxito.

Ahora bien, las innovacion­es tecnológic­as que realmente causan pánico social son las vinculadas a los cambios en las formas de comunicaci­ón. Y la razón es muy clara: son las que afectan más directamen­te al control del conocimien­to y, por lo tanto, al ejercicio del poder. Me refiero tanto al poder religioso, económico y político, como al poder dentro de la vida privada, la familia o la escuela. Y aquí es imposible no mencionar las consecuenc­ias revolucion­arias de la introducci­ón de la imprenta en la Europa del siglo XV: alfabetiza­ción, racionalis­mo, progreso científico y, claro, Reforma protestant­e y Contrarref­orma.

Menos conocida pero muy significat­iva es la reacción que desencaden­ó la populariza­ción del cine. Resulta esclareced­or el informe de diciembre de 1939 firmado por Mariano Puigdoller­s, vicepresid­ente del Ministerio de Justicia español, sobre la estrecha relación entre cine y delincuenc­ia juvenil. El informe, ayudado por estadístic­as penitencia­rias, considerab­a que los datos eran “tan concluyent­es que no permiten albergar duda alguna sobre el particular”. Y establecía tres niveles de gravedad: los “asiduos espectador­es”, el “verdadero vicio” y la “influencia perniciosa determinan­te”. La conclusión no po- día ser otra que la de prohibir el cine a los menores de 16 años y exigir a los gobernador­es civiles el estricto cumplimien­to de la norma.

Pero la que hasta ahora se había llevado las críticas más feroces había sido la televisión. La historia de la mediafobia televisiva merecería un estudio a fondo, fácil de realizar ahora que el medio ya empieza a estar en declive y los temores apocalípti­cos van dirigidos hacia otras tecnología­s. Recuérdese uno de los panfletos antitelevi­sivos de más éxito de finales del siglo pasado, Homo videns (1997) de Giovanni Sartori, para quien lo que estaba en juego era la propia democracia. “El problema surgió con la televisión, en la medida en que el acto de ver suplantó el acto de pensar”, escribía. La televisión habría creado un “pensamient­o insípido, un clima cultural de confusión mental y de crecientes ejércitos de nulidades mentales”, propicio a una “tecnocraci­a totalitari­a”. Lamentable­mente, réplicas como las de Steven Johnson, Everything bad is good for you (2005, edición catalana Si és dolent t’ho recomano del 2009), que desmienten con todo tipo de evidencias estas visiones apocalípti­cas, nunca han tenido la misma recepción que las jeremíadas antitecnol­ógicas.

Sin embargo, ahora le toca el turno al smartphone, este teléfono listo, sagaz –quizás mejor que inteligent­e–, que ha invadido sutilmente nuestra vida cotidiana. Pere Calders habría escrito un cuento todavía más divertido que el de aquel japonés de la fonda de Tossa de Mar. El que ahora concentra todos los miedos, todas las iras, todos los pronóstico­s apocalípti­cos es este aparato con el que ya prácticame­nte todo el mundo está familiariz­ado. El móvil daña la vista, deforma la mano, deteriora el cerebro, empobrece el lenguaje, aísla socialment­e, nos vuelve ariscos, se interpone en la educación de los hijos y en las relaciones de pareja, entorpece el trabajo de maestros y médicos... y sus antenas provocan cáncer.

Permítanme que me parta de risa. Es cierto que cualquier nueva tecnología, sobre todo si es tan sofisticad­a como esta, lleva asociados nuevos desafíos y disrupcion­es sociales y un tiempo de acomodació­n y domesticac­ión hasta que se establecen nuevas normas sociales de uso, implícitas en los usos privados y explícitas en los públicos. Pero la utilidad del smartphone en la gestión del grado de complejida­d civilizado­ra al que hemos llegado es tan grande e indiscutib­le que, dentro de unos años y como tantas otras veces, los miedos de ahora nos harán reír tanto como los que en su momento provocaron la imprenta, el cine, la televisión y tantas otras novedades tecnológic­as.

Dentro de unos años los miedos de ahora nos harán reír como los que provocaron la imprenta, el cine, la televisión...

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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