La mirada y la memoria
Madrid. Años 30. Los aprendizajes literarios de Camilo José Cela datan de los dos años anteriores a la Guerra Civil. Se está acabando de curar de una tuberculosis pulmonar, al tiempo que lee a los clásicos (del Arcipreste a Quevedo) y a Ortega, cuya lectura asienta sus ambiciones de escritor en ciernes. Alterna sus frecuentes diversiones al compás del tango (en La Cigale Parisienne o en El Búho Rojo) con su fascinación por las clases de Fernández Montesinos y Pedro Salinas, y con sus querencias poéticas –entre Alberti y Neruda– pautadas por la amistad con Lolita Franco. En el otoño del 36 termina su primer libro, Pisando la dudosa luz del día. Poemas de una adolescencia cruel (1945): la memoria, el insomnio y lo onírico se entremezclan ante la mirada de la muerte.
Al concluir la guerra Cela va a iniciar su segundo aprendizaje: la novela. La familia de Pascual Duarte (1942) es una confesión desgarrada que amalgama memoria y mirada. Nacen ahí unos caminos desdeñosos para con los recetarios establecidos y radicalmente vinculados al experimentalismo. Se trata de novelar las verdades íntimas de la fluencia vital humana, a menudo torrencial y desbocada. Son caminos que “están erizados de zarzas que nos hieren y nos desgarran las carnes”, según escribió en 1950. El camino de la inacción desde la confesión: Pabellón de reposo (1943). El palimpsesto: Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo de Tormes (1944). La crónica de un trozo de vida madrileña untada de confesión: La colmena (1951). La memoria de una soledad ardiente de deseo: Mrs. Caldwell habla con su hijo (1953). La voz de la memoria proyecta una mirada, una crónica, en San Camilo 1936 (1959), Mazurca para dos muertos (1983) y Madera de boj (1999). Y la memoria, con su canon musical, nutre Oficio de tinieblas 5 (1973): “Esto no es una novela, sino la purga de mi corazón”, tal como reza el lema inicial de una de las más radicales experimentaciones narrativas de la literatura española del siglo XX.
El joven Cela descreía de los géneros literarios tradicionales y cuando consiguió una cierta maestría en el cuento y la nouvelle – Esas nubes que pasan (1945) es la primera muestra– fragua el apunte carpetovetónico, que el propio escritor remitió al magisterio de Unamuno y el sagaz Josep Pla (en 1955) a las Notas de andar y ver de Ortega. El apunte anda a mitad de camino entre el aguafuerte y la caricatura de un trozo de vida o de una fauna olvidada. En el fondo, es una mirada que se proyecta en la intrahistoria.
El arte de la mirada celiana se ahorma en vagabundaje –el viajero y su estilo son igualmente transeúntes (Américo Castro, dixit)– y al aire de Unamuno, Azorín y Josep Pla forja un notable número de libros de viaje, que tiene en Viaje a la Alcarria su extraordinario buque insignia. La mirada, sin que deje de latir la memoria, es la herramienta que emplea en el océano de colaboraciones periodísticas que se extienden desde 1942 hasta su muerte. Esta escritura del día es básica para “aclarar un poco mi pensamiento sobre mu-
El arte de la mirada celiana se ahorma en vagabundaje y al aire de Unamuno, Azorín y Pla
chas cosas”, según argumentaba Cela para conseguir la publicación de su primer haz de artículos, Mesa revuelta (1945). Desde la otra cara de la medalla, la memoria construye páginas memorables en La rosa (1959), una de sus olvidadas obras maestras.
Madrid. Comienzos del siglo XXI. Al escritor se le ha apagado su reloj. Su baraja de invenciones literarias es riquísima y las labores del “otro Cela” tienen en la historia de la revista mallorquina Papeles de Son Armadans (1956-1979) un testimonio irremplazable en la vida cultural española del tercer cuarto del siglo XX. El reconocimiento era inevitable: Cela obtiene el premio Nobel en 1989.