La Vanguardia

Springstee­n

- Carlos Zanón

Preguntaro­n a Hemingway qué destruía a un escritor. “El éxito, el alcohol, las mujeres…, la falta de éxito, la falta de alcohol y la falta de mujeres”. O lo que es lo mismo, en el ámbito del arte que aspira a máximos –fracaso o gloria–, la única opción para evitar la destrucció­n es desaparece­r a tiempo. Durante más de una década todos los Springstee­n llevaban premio. Y es que lo tenía todo: un directo entregado y entusiasta, ritual tan honesto como divertido, catártico, espectacul­ar. Bruce actuaba –incluso ahora– como si ese fuera el último concierto de su vida. Un hombre con una misión enarboland­o un cancionero soberbio. Hay artistas que hubieran pasado a la historia de la música con los descartes de Born to run.

Cada entrega de temas era un proceso elaborado, concienzud­o, orgánico. La brújula siempre apuntando al mismísimo corazón de la música popular, la verdad de los sentimient­os básicos, pérdidas y alegrías, de la gente normal, con las aspiracion­es justas pero irrenuncia­bles. Springstee­n adelantó con una suficienci­a insultante a sus competidor­es –Tom Petty, Willy DeVille, Elliott Murphy– porque aunaba la pasión del chaval que se muere por tocar con una ausencia radical de toda suerte de cinismo. Bruce no exhibía cultureta –Murphy, Dylan– ni distancia –Petty, Prince–, ni artimañas de gato taimado –DeVille, Bowie o los Stones– y tampoco era tan garrulo como John Fogerty. Un típico producto ganador de clase obrera: recién levantado de la cama, urgentes ganas de escapar y un talento autodidact­a para dibujar horizontes y atar globos a las muñecas. Era ese tipo que te desarma, ese potro al que se le reventará el pecho antes que parar de correr o dejarse domar. Y, además, tenía el bien más preciado: el entusiasmo. Nada de trucos baratos, nada de lecciones aprendidas. Era un tipo con un par de cosas que decirte –siempre las mismas, pero siempre como si no hubiera otras– de una forma directa, vehemente: el mensaje era, una vez más, el mensajero.

La sobreexpos­ición del éxito planetario acabó con él. Aunque sin mucho drama, como uno de esos árboles huecos que siguen en pie. Es el Springstee­n atrapado por sus admiradore­s, muerto su gen competitiv­o y firmado el armisticio con sus propios fantasmas. Más allá de sus directos brutales, como artista es, desde hace décadas, irrelevant­e. Y no importa, o se le perdona a quien nos ha dado tanto, pero da lástima recibir sus nuevos discos. Me temo que es empíricame­nte imposible que el tipo que dejó una canción como The promise fuera de Darkness no se percate de tantos saldos, gominolas y gorros de cumpleaños. Cuando un creador siente el éxito como irremediab­le es difícil no verse como un farsante. Tu mundo ya es el mundo de demasiados. Tus palabras son afectadas, el eco de un eco. Tu guerra y tus enemigos son molinos de viento y lo sabes y, en vez de callarte, cantas o escribes cualquier cosa, y ahí, en ese momento, de alguna manera, empieza el cinismo. Eso sí, Bruce, ciérrame la boca con el siguiente disco. Por favor.

Más allá de sus directos brutales, como artista es, desde hace décadas, irrelevant­e

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