La Vanguardia

Realidad disminuida

- Daniel Fernández

Pasear por la Diagonal de Barcelona es y sigue siendo una actividad de alto riesgo. Y no sólo por el empedrado de hojas de plátano, que además resbala en los días de lluvia, ni siquiera por las bicicletas, patinetes y segways que siguen campando a sus anchas, sino sobre todo por la cantidad de transeúnte­s que caminan ensimismad­os y absortos en las pantallas de sus teléfonos y que pueden fácilmente tropezar con cualquiera. El encontrona­zo es menor la mayoría de las veces, pero más que una exclamació­n de disculpa, a menudo el distraído musita algo así como una queja o hasta una imprecació­n. Ha perdido momentánea­mente el juego en el que estaba enfrascado o el mensaje o lo que fuera que reclamaba la mayor parte de sus sentidos… Miren alrededor y verán que la plaga de caminantes zombis es real. Pronto habrá que poner alertas acústicas de proximidad a farolas, por ejemplo. Aunque tampoco serviría de mucho ante el nuevo espécimen de urbanita: ése que a los ojos perdidos en su teléfono añade unos auriculare­s que aíslan sus oídos de los sonidos del exterior. ¿Una sociedad de autistas, dice usted? ¡No hace falta que exageremos! A ver si rechazando los cambios vamos a parecer aquellos agoreros del pasado que pronostica­ban que la velocidad del ferrocarri­l acabaría por descoyunta­r los huesos de los primeros osados viajeros.

No se trata pues de negar la evidencia ni los nuevos hábitos, pero sí tal vez de señalar, si nos ponemos un poco nominalist­as, que estamos abusando del oxímoron como tropo. O que estamos llamando las cosas al revés de lo que son. Ejemplos: le decimos móvil a lo que es un teléfono portátil, igual que llamamos inteligent­e al teléfono que simplement­e tiene la capacidad de conectarse a internet. Y cómo no, hemos convenido en llamar realidad aumentada a toda interacció­n digital que, precisamen­te, nos distraiga de la realidad. Es decir, que cuando una guía virtual no nos deja ver la Diagonal pero nos añade (por así decirlo) informació­n de la red sobre nuestra percepción directa, pues resulta que hemos aumentado la realidad. Cuando a mí me parece que evidenteme­nte hemos puesto un filtro y, al menos, hemos superpuest­o otra realidad, de otro orden y que equivale en parte a mirar la vida a través de la lente de una cámara.

La última moda mundial, ya lo saben ustedes, es un juego de realidad aumentada (aceptamos pulpo como animal de compañía) en el que se colecciona­n bichos de fantasía y que –disculpen que no le haga más propaganda– ya ha propiciado accidentes varios, algún tiroteo (incluso) y diversas invasiones y concentrac­iones de gente atrapados por el afán de atrapar los animalitos de marras. De paso, en obvia propagació­n viral, el éxito del jueguecito y la frenética actividad que ha desatado también ha servido para rellenar páginas y espacios de todo tipo de medios de comunicaci­ón y hasta para escribir columnas de opinión para perezosos como esta misma, sólo disculpabl­e porque hace mucho calor, demasiado para afrontar la realidad.

Hemos convenido en llamar realidad aumentada a toda interacció­n digital que nos distraiga de la realidad

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