Generación beat
El Pompidou acoge hasta octubre una gran muestra sobre los ‘beatniks’, que inocularon espíritu crítico a Occidente
El centro Pompidou de París acoge una exposición sobre el movimiento beatnik que tiene como gran estrella el manuscrito original de En la carretera, de Jack Kerouac.
Convirtieron el autostop en transmisión viral de la cultura, pusieron del revés el sueño americano, sentaron las bases de varias revoluciones –sexual, de costumbres... –, se apoderaron de todos los aparatos reproductores –máquinas de escribir, grabadoras de cinta, aparatos fotográficos analógicos– de la época y llevaron la poesía al escenario junto con la agitación cultural. Desde finales de los cuarenta hasta los sesenta, en paralelo a la guerra fría y el macartismo, a modo de prefacio al estallido simultáneo en Berkeley, Londres y París, del 1968, la generación beat incendió Nueva York, San Francisco, Tánger y París. Normal, entonces, que el Centro Pompidou la resucite ahora con la exposición que lleva su nombre y que hasta el 3 de octubre coloniza la sexta planta, invade la biblioteca pública y programa conciertos, películas, lecturas, encuentros, coloquios.
Universalidad para un término procedente del argot callejero: en Nueva York, beat era una persona quebrada, pobre, sin domicilio. Pero de maltratado por la vida, el sintecho se convirtió en héroe. Y el movimiento tuvo además su biblia, On the road (En el camino), avatar andariego de la literatura, texto sin puntuación compuesto por Jack Kerouac en la continuidad de un rollo de papel. Ese mismo que seis décadas más tarde, ídolo desplegado cuidadosamente porque es frágil y mide nada menos que 36,5 metros, por dos pulcros conservadores del Centro, concitó la atención de las varias generaciones que participaron del vernissage inaugural de la exposición. Un cartel intelectualiza el objeto: “Escritura en boceto, espontánea y sin respiración, inspirada en la prosodia del jazz, transportada por la mecánica de las teclas de la máquina de escribir, se desarrolla sin rupturas”. Poéticos los conservadores: “las letras que se encadenan sin respetar párrafos ni puntos y aparte, constituyen un bloque, adoquines de una ruta rebelde, digna de una foto de Robert Frank”. Menos entusiasta, Truman Capote definió el texto: “No es escritura sino mecanografía”.
En el vernissage participó naturalmente James S. Irsay, de la Indiana donde nació James Dean, otro mito de la época. El señor Irsay, anillazos en los dedos, es el dueño de los Colts de Indianápolis (fútbol americano), de una colección de guitarras rockeras y del manuscrito de Kerouac, por el que pagó hace tres lustros más de dos millones de dólares (aproximadamente 1,8 millones de euros).
Lo escoltaban otros iconos: Patti Smith, que esa misma tarde presentaba la versión francesa de su M Train (“un viaje por mi vida en dieciocho estaciones”), Marianne Faithfull, abuela risueña del rock, Charlotte Rampling, que evoca su infancia porque “tenía seis años cuando Kerouac se lanzó al camino y lo abrió para nosotros”. Un octogenario Jean-Jacques Lebel se llevaba sin embargo los focos: no sólo es el comisario de la exposición, sino también el notario del movimiento y de la época. La exposición enseña obra de artistas californianos (Wallace Berman, Bruce Conner, George Herms, Jay DeFeo…), de fotógrafos (el mencionado Frank, Fred McDarrah, John Cohen o Harold Chapman) y de cineastas, Christopher MacLaine, Bruce Baillie, Antony Balch, Stan Brakhage, Ron Rice…
Pero justamente porque fotógrafos y cineastas fueron sobre todo cronistas de lo beat, el mayor protagonismo es por una vez para la palabra que aquí vale por mil imágenes. Y es que la generación beat nació con el encuentro de tres escritores en ciernes, William Burroughs, Allen Ginsberg y Jack Kerouac, en la Universidad de Columbia de Nueva York, en 1944. Ellos, y un movimiento que se demuestra andando, atraviesan el país.
Hacen proselitismo en la librería de Lawrence Ferlinghetti, en San Francisco; en torno a la editorial City Lights. Y, por lo menos durante un día histórico, en la Six Gallery, donde el 7 de octubre de 1955 –una semana después de la muerte que transformó a James Dean en icono–, Ginsberg leyó su poema Howl. Texto fundacional porque, además de instaurar definitivamente la lectura pública como parte indisoluble de la poesía, provocó un proceso por obscenidad que paradójicamente santificará el movimiento.
La exposición se detiene en las conexiones entre literatura y artes plásticas y ensalza la poesía oral como “la prefiguración de las obras sonoras multiplicadas en el arte contemporáneo”, con un espacio para las incontables revistas (Yugen, Big Table, Beatitude, Umbra …) en las que circulaban los textos beats y en las que coincidían artistas plásticos y escritores.
En fin, en esta época en que la movilidad tiene domicilio en el móvil, pueden resonar los tres versos de Kerouac en su A Edward Dahlberg: “No utilices el teléfono/ La gente jamás está dispuesta a responder./ Utiliza la poesía”. Y, mejor aún, recordar la frase capital de un poeta beat –¿Ferlinghetti, Ginsberg?– que de haber sido obedecida hubiera salvado bosques en el último medio siglo: “Nunca escribas lo que puedas decir por teléfono”.
Hay que recordar la frase capital de un poeta ‘beat’: “Nunca escribas lo que puedas decir por teléfono”