Una tragedia en dos actos
Mientras en esta parte del planeta el asunto del día es la persecución de criaturas digitales con un smartphone, en algunos lugares los problemas toman un cariz más medieval. Alrededor de 6 millones de niños menores de 5 años mueren anualmente por causas que podrían ser prevenidas. Casi la mitad de estas muertes están relacionadas de manera directa o indirecta con la desnutrición.
En el año 2016, en plena revolución tecnológica, para 795 millones de seres humanos el juego de cada mañana se reduce a sortear el hambre. Un juego perverso que podrían ganar si la comunidad internacional hace su trabajo.
Pocos lugares reflejan con más crudeza este reto que el Sahel. A lo largo de las tres últimas décadas, esta región africana a dos horas de vuelo de Barcelona ha hecho frente a una tormenta perfecta en la que la depredación económica, la debilidad institucional, las alteraciones climáticas y los conflictos armados han deteriorado gravemente la capacidad de producción de alimentos y forzado el desplazamiento de millones de seres humanos dentro y fuera de sus fronteras. Para todos ellos, el hambre es una tragedia en dos actos: centenares de miles de niños no sobrevivirán este año al efecto subyacente de la desnutrición en enfermedades como la malaria, las diarreas o la neumonía, pero quienes lo hagan vivirán sus vidas bajo una carga de pobreza, enfermedades y pérdida de productividad que tiene su origen en estos días.
Tal vez porque estamos ante un imperativo económico, además de ético, muchos expertos han identificado la lucha contra el hambre como la primera de las inversiones en desarrollo en términos de coste eficacia. Mientras Unicef calcula que el coste de un tratamiento completo contra la desnutrición aguda es de unos 42 euros por niño, la iniciativa Scaling Up Nutrition (Fomento de la Nutrición) demostró que cada dólar invertido en la lucha contra esta plaga ofrece retornos económicos para el país de hasta 16 dólares.
La lógica de los círculos virtuosos de seguridad humana y progreso es precisamente la que inspira los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), una agenda de 17 prioridades globales que orientará hasta el 2030 el esfuerzo de la comunidad internacional contra la pobreza y por la sostenibilidad.
El fin de la desnutrición destaca como un objetivo prioritario para regiones como el Sahel, apuntalado de manera directa por la inversión en agricultura o las ayudas a las familias, y de manera indirecta por la lucha contra las enfermedades de la pobreza o la protección de los derechos de los migrantes en ruta.
Pero el valor real de esta agenda se reduce a la credibilidad de quienes deben ponerla en práctica. Cuando ya han pasado casi un año desde que los ODS fuesen aprobados en medio de la fanfarria habitual que rodea estos procesos, sólo 24 de los 193 países firmantes han presentado algún tipo de detalle acerca de sus compromisos políticos y financieros. España no es uno de ellos.
El único modo de inocular a los ODS contra la retórica vacía es dotarlos de herramientas que nos permitan conocer la realidad, hacer propuestas para transformarla y pedir cuentas a quienes tienen la responsabilidad de hacerlo. Esos son exactamente los objetivos del Observatorio de Salud que ISGlobal contribuirá a poner en marcha en Marruecos en los próximos meses junto con el Gobierno marroquí y diferentes agencias de cooperación.
Pero no hace falta esperar tanto para proponer al Gobierno español una recomendación muy sencilla: pónganse manos a la obra.
Un año después de aprobarse los ODS, sólo 24 de los 193 países han explicado sus compromisos