Exprimir el limón
Cuando los diccionarios se ocupan de las adaptaciones que tienen que ver con la literatura aún las suelen definir exclusivamente como reelaboraciones de una obra literaria a otro género o a otro medio expresivo, como las que se realizan cuando se hace una pieza de teatro o una película a partir de una novela. Algunos también apuntan que estas operaciones pueden tener como objetivo la difusión del material original entre un público diferente de aquel al que inicialmente iba dirigido. Como puede verse, cuando los diccionarios tratan de estas adaptaciones aún suelen describirlas como si sólo se adaptaran los textos y no los autores.
La práctica de adaptar obras literarias es muy antigua. Genette cuenta en los Palimpsestes que se remonta hasta la noche de los tiempos y recuerda a los rapsodas de la antigüedad, que, para entretener al público, transformaban los textos de su repertorio reinterpretándolos en clave cómica. Mucho después llegaron las vulgarizaciones, que, a fines de la edad media, interpretaron un papel importante en el acceso de los laicos a la cultura, muchas provincias de la cual habían sido, en los siglos anteriores, un territorio casi reservado a los clérigos. Las vulgarizaciones no eran meras traducciones de una lengua culta, como el latín, a las lenguas vernáculas. El traslado de una lengua a otra solía ir acompañado de la modificación del contenido, que se acomodaba de maneras diversas a los nuevos destinatarios. De alguna manera, estas vulgarizaciones son un precedente de las posteriores adaptaciones de las obras clásicas con finalidades didácticas o divulgativas, que siempre han contado con muchos partidarios.
Se acostumbra a justificar las adaptaciones de las obras clásicas aludiendo a la dificultad que, por su formación, buena parte del público tiene para acceder a las originales con placer y aprovechamiento, sobre todo y por razones obvias, el público infantil y adolescente. Durante años estas adaptaciones han sido vistas como un camino para acercarse sin un esfuerzo excesivo a unas obras que sin acomodo pueden resultar muy exigentes. Pero últimamente se ha abierto otra vía, que pasa no por la adaptación de los textos, sino por la de los autores. La adaptabilidad, que es la principal virtud de la ética de la emprendeduría, se ha convertido también en el principal modelo de excelencia de los clásicos, el valor de los cuales se acaba identificando imaginativamente con su supuesta capacidad de adoptar maneras de actuar que se ajustarían flexiblemente no a los retos de su presente, sino a los del nuestro. De acuerdo con el nuevo espíritu del capitalismo, a los clásicos ya no se les valora por lo que aún pueden decirnos sus obras, sino por sus supuestas y ejemplares competencias personales en el mundo actual. Y esto tiene, evidentemente, grandes ventajas, sobre todo la de hacer prescindible la lectura de sus libros o de sus adaptaciones tanto por parte de aquellos que hablan de ellos como de quienes les oyen hablar. Resulta difícil imaginar una manera más eficiente de exprimir el limón de las efemérides y de relacionarse con la literatura.
Se justifican las adaptaciones de las obras clásicas por la dificultad que tiene mucha gente para acceder a las originales con placer