El silencio elocuente

EL hablar más alto no supone que nuestros mensajes lleguen más claros. El silencio a veces puede resultar atronador. Es tanto el ruido que rodea nuestra existencia, que hemos perdido la idea de que el silencio puede ser más elocuente que las palabras. El poeta (Martí i Pol) escribió que en realidad no somos más que palabras. Nos alimentamos de ellas y, a menudo, habitamos en ellas. Pero eso no niega la capacidad de denuncia del silencio. Nos manifestamos con palabras, pero también con los silencios. Puede que el tiempo sea un bosque de palabras, pero el silencio constituye la brújula para avanzar entre los significados. O para ponerles énfasis o insuflarles emoción.

El silencio del papa Francisco en el campo de exterminio de Auschwitz fue doloroso, compasivo, imponente. El Pontífice argentino había avanzado que no necesitaba palabras, que nada podía ser más conmovedor que el respetuoso silencio. “Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que tu silencio”, proclama un proverbio hindú. Jorge Mario Bergoglio entró solo y en silencio en Auschwitz, se detuvo en la plaza de las ejecuciones públicas, se adentró en el siniestro bloque 11 y tocó el muro de la muerte, antes de descender hasta la celda de san Maximiliano María Kolbe, el sacerdote que se ofreció para salvar a un padre de familia, donde rezó emocionado. “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”, escribió en el libro de honor del campo.

Sin embargo, uno de los supervivientes con los que pudo hablar el Papa, Robert Roman Kent, discrepó de la actitud del pontífice ante el Holocausto y dijo que su silencio era demasiado fácil. Son comprensibles estas palabras, pero no es menos cierto que el elocuente silencio del Papa ha dado la vuelta al mundo, más que ninguna frase grandilocuente. El escritor Alfred Victor de Vigny escribió hace dos siglos: “Cuando ves lo que somos y lo que representa la vida, sólo el silencio es grande, todo lo demás es debilidad”.