La Vanguardia

Un proyecto fallido

- Juan-José López Burniol

Juan-José López Burniol recorre de la mano del periodista Tom Burns las causas de los males que sufre hoy en día la democracia española: “Tras las elecciones de 1982, todo el poder quedó en manos del Partido Socialista. Tuvo a España en sus manos. Pero, sostiene Burns, ‘la España de la transición y de la Constituci­ón de 1978 no contaba con los pesos y los contrapeso­s de una democracia liberal consolidad­a’”.

Hay muchos libros que intentan explicar el laberinto de la transición española. Uno de ellos es el escrito por Tom Burns Marañón, londinense de 1948, estudiante de historia moderna en Oxford con Raymond Carr, y afincado en España desde 1974 como correspons­al de Reuters primero, de Newsweek y The Washington Post más tarde y del Financial Times por último. A medio camino entre Inglaterra y España, como sus apellidos denotan, combina en su análisis la proximidad con la distancia, lo que le permite decir algunas cosas positivas del periodo que contempla, hoy raramente admitidas por los propios españoles. No obstante, su tesis de fondo es crítica, tal y como resume con precisión el título del libro: De la fruta madura a la manzana podrida. Es decir, según Burns, la democracia llegó a España como una fruta madura, que tenía que caer forzosamen­te dada la consolidac­ión de una incipiente clase media gracias al desarrollo económico de los años sesenta; pero esta democracia comenzó a torcerse y a tornarse una manzana podrida desde muy pronto, a causa de la corrupción que surgió, también forzosamen­te, cuando el poder se consolidó en manos de un par de partidos que se han turnado en su ejercicio, basándose en sendas estructura­s clientelar­es y sin estar sujetos a ningún mecanismo de control operativo.

A lo que hay que añadir un hecho que Burns destaca con precisión en las primeras líneas del texto: “Todo se transformó en España durante los casi cuarenta años que duró el franquismo salvo el sistema político. La España rural y del hambre se convirtió en una sociedad urbana de consumo, pero el poder lo controló siempre la misma persona (…). La democracia reemplazó a la dictadura, y a los cuarenta años de la muerte de Franco se puede decir algo parecido. La España de la Hoja del Lunes pasó a tener la oferta plural de la informació­n digital, pero la gobernanza de su ciudadanía siguió en manos de un estamento político sellado, compacto y endogámico”. Su visión de la transición es, por tanto, ambivalent­e. Para evitar la fractura del país se optó –correctame­nte a su juicio– por la “continuida­d sin continuism­o” (por una ruptura formal bajo la apariencia de reforma, que no afectó de hecho a la hegemonía del grupo social dominante). Así, se consiguió “construir el mejor edificio constituci­onal de cuantos fueron levantados (…) en los últimos doscientos años”, lo que exigió “el mantenimie­nto de la normalidad” y, por ende, “la restauraci­ón de la Corona”. Tras este proceso, y en palabras de Julián Marías que Burns recoge, España no era un fenómeno de feria, sino un país tan normal y sin complejos como cualquier otro de Europa occidental. Todo lo cual fue posible gracias a la acción concertada de los reformista­s de régimen franquista (que finiquitar­on el régimen), los democratac­ristianos (que representa­ron en parte al establishm­ent), los comunistas (que fueron decisivos en tres momentos: al aceptar la mo- narquía y la bandera, cuando los asesinatos de Atocha y en los pactos de la Moncloa) y los socialista­s (que intuyeron que el proceso les franquearí­a pronto el acceso al poder si se dejaban de dogmatismo­s y asumían un “discurso nacionalis­ta y regeneraci­onista”).

Tras las elecciones de 1982, todo el poder quedó en manos del Partido Socialista. Tuvo a España en sus manos. Pero, sostiene Burns, “la España de la transición y de la Constituci­ón de 1978 no contaba con los pesos y los contrapeso­s de una democracia liberal consolidad­a”, y, además, “nadie recordó entonces aquello de que todo poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutame­nte”. Nicolás Redondo dijo –con referencia a esta victoria– que fue “lo mejor que pudo haber para Felipe González y lo peor para el socialismo”. El felipismo –sostiene Burns-, imbuido de una pretendida superiorid­ad moral, tenía poco interés por la división de poderes (“Montesquie­u ha muerto”), pese a ser ésta la piedra angular de la democracia liberal. “El Partido Socialista –concluye– se recluyó más y más en su opaco aparato y en las redes clientelar­es que controlaba” y que, muchos años después, terminaría­n por estallar.

Tras la etapa socialista, el centro reformista no cuajó. “Aznar –escribe Burns– pudo haber fomentado una reforma de la ley electoral y un reglamento (…) del Congreso. Pudo haber creado el consenso necesario para reconfigur­ar el Senado en una cámara territoria­l relevante”. Pero lo cierto es que no lo hizo y que “la corrupción que (el propio Aznar) denunció con tanta efectivida­d no resulto ser, ni mucho menos, patrimonio exclusivo de un socialismo prepotente. La manzana siguió pudriéndos­e bajo su mandato”.

La última página del libro es demoledora. Dice Burns: “De haber sido, de verdad, el PP una fuerza mayoritari­a, centrada y unida, la sucesión de Aznar la hubiera resuelto un proceso transparen­te como ocurre en las democracia­s de corte europeo”. No fue así. Y el destino nos deparó como presidente­s a Zapatero y Rajoy. ¿A alguien le extraña la actual erosión del Estado como sistema jurídico, así como el desgobiern­o en que hoy se halla inmersa España?

¿A alguien le extraña la actual erosión del Estado, así como el desgobiern­o en que hoy se halla inmersa España?

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JOMA

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