Erdogan refuerza su poder
EL presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, recrudece día tras día su estrategia para limpiar el país de golpistas, tanto en el ejército como en la sociedad civil, y para acabar con la gran organización político-religiosa de su principal enemigo –a quien culpa de ser el inspirador del fallido golpe militar del pasado 15 de julio, el clérigo Fethullah Gülen–, que está fuertemente implantada en ámbitos como la justicia, la enseñanza, la economía y los medios de comunicación.
En el marco del estado de excepción decretado en el país, las detenciones y los despidos se cuentan por millares, al tiempo que se han cerrado numerosas escuelas, centros educativos, periódicos y cadenas de radio. El riesgo de que tras estas acciones se vulneren los derechos humanos y se pueda afianzar la deriva autoritaria de Erdogan es evidente y preocupa cada vez más.
Más de 20.000 personas, entre ellos policías, profesores y jueces, al margen de militares, han sido despedidos o se encuentran en arresto preventivo, así como decenas de periodistas detenidos, sin que se haya podido probar su relación directa con el golpe de Estado. Las purgas que se están llevando a cabo, sólo por la mera sospecha de pertenecer al movimiento de Gülen, superan todo lo razonable, ha llegado a denunciar el jefe de la diplomacia alemana, Frank-Walter Steinmeier. Pero, según declaraciones de altas autoridades del Gobierno turco, el proceso de depuración todavía no ha terminado y se reitera, además, la intención de reinstaurar la pena de muerte, tal como dicen que les reclama el pueblo, en contra de la opinión de las cancillerías occidentales, que verían en este gesto una señal de ruptura con el proyecto de integración europea.
Después de haber detenido y apartado del poder a prácticamente la mitad de los generales y almirantes del poderoso ejército turco, sospechosos de haber participado o apoyado el golpe de Estado, el presidente Erdogan ha iniciado el proceso para reformar la Constitución para que el Estado Mayor del ejército y los servicios de información pasen bajo control directo del Gobierno. Con esta medida, que entra dentro de la lógica para evitar que se pueda volver a repetir un golpe de Estado, Erdogan refuerza también decisivamente su poder y debilita la influencia de los militares, que históricamente han sido los máximos defensores del laicismo frente a los islamistas, incluido él mismo. La citada reforma de la Constitución, que el propio Erdogan ha empezado a negociar con la oposición, ya que su partido no tiene mayoría en el Parlamento, también establecería un régimen presidencialista, que incluiría mayores poderes para él.
Un triunfo del intento de golpe militar del pasado 15 de julio habría sido una catástrofe para Turquía, habría costado muchas vidas y habría truncado la democracia en el país. Fue una gran victoria del pueblo turco y del propio Erdogan haber parado a los golpistas. El restablecimiento del orden constitucional, la detención y castigo de los culpables y el retorno de la normalidad es difícil tras un shock como el sufrido. Pero el triunfo de la democracia en Turquía no puede poner en peligro –valga la redundancia– los propios principios democráticos de la independencia judicial, de la libertad de información y de los derechos humanos para esconder un golpe de mano del propio Erdogan que le permita instaurar un régimen presidencialista, de corte islamista y autoritario. Pero ese es el gran riesgo que se vislumbra.