El calor nos hará libres
La semana pasada el hombre del tiempo de TV3, Eloi Cordomí, sonrió malévolamente al anunciar que subirían las temperaturas y tendríamos un tórrido inicio de agosto. El entusiasmo de los meteorólogos por la droga dura climatológica forma parte de su vocación y debemos interpretar la ilusión de Cordomí como una muestra de sadismo gremial de proximidad. Ya sé que hablar del calor está muy mal visto. Se interpreta que en agosto lo lógico es que haga calor y que, en consecuencia, hablar de ello es de cretinos. Pero esta lógica, que hasta hace poco era irrefutable, ya no lo es tanto cuando el mundo decide enloquecer todavía más y la actualidad impone la falsa excepcionalidad de matanzas terroristas o catástrofes mal llamadas humanitarias.
En este contexto de permanente alarma, poder hablar del calor supone una tregua que a estas alturas ya habrá sido dinamitada por nuevas tragedias. Con insólita docilidad, aceptamos que los meteorólogos hablen de sensación de calor, un invento que dramatiza los registros del termómetro gracias a una pirueta especulativa que combina la temperatura con factores como la humedad o la velocidad del viento. Para dar solvencia científica a un criterio tan perceptivo, la denominan temperatura de sensación, que suena mejor y permite a los expertos en lamentarse de todo insistir en que no sólo hace 50 grados a la sombra sino que la temperatura de sensación es de 60 (empeorar unos registros ya de por sí infernales les da carta blanca para intentar contagiarnos su sensacionalismo térmico ante el entrañable bochorno de toda la vida).
Puestos a sacarnos de la chistera extravagancias climatológicas recreativas, podríamos explotar la llamémosle temperatura de memoria. Sería un buen recurso para las conversaciones en las que, para evitar tener que hablar del fin del mundo, ponemos sobre la mesa el tema del calor como aportación a una sobremesa en la que, sin que sirva de precedente, todos sabemos de lo que hablamos. ¿Qué es la temperatura de memoria? Pues la típica anécdota que cuentan los que no se conforman con estar termométricamente a 50 grados y sensorialmente a 60 sino que, además, tienen que explicar aquella vez que, en pleno desierto, soportaron hasta 70 grados y frieron dos huevos sobre el capó de su Land Rover. Es ley de vida: en las sobremesas siempre hay alguien que sufre el síndrome de la subasta. Si se habla del móvil más barato (o más caro), ellos siempre tienen uno que supera cualquier precio precedente. La temperatura de memoria, pues, es ese calor máximo que recordamos (de La Habana o de aquel año en el que los ancianos franceses empezaron a caer como moscas) y que nos permite soportar el calor actual gracias al ancestral mecanismo de consolarnos pensando que todo podría ser peor. Ah, y no se trata de hablar del calor para esconder la actualidad y adoptar una actitud escapista sino de hablar de algo tan vulgar como el calor para rebelarse contra la actualidad del odio o de la bochornosa incompetencia de nuestros partidos políticos.
Es ley de vida: en las sobremesas siempre hay alguien que sufre el síndrome de la subasta