La Vanguardia

Mis Olimpiadas a la rusa

- Margarita Puig

Faltaban dos meses para los Juegos. La selección española de natación sincroniza­da (y la de todos los países) debutaba en la competició­n olímpica con dos pruebas, solos y dúos. Anna Tarrés, la controvert­ida entrenador­a que ahora luchará por darle los oros a Ucrania, y Mónica Antich eran las titulares, mientras que la palmesana Rosa Costa cubría la plaza de solista y de suplente. Pero de repente, Antich se rompió el tobillo, así que Costa ocupó su lugar y yo me convertí como por arte de magia en la nueva doblista. ¡Iba a ir a los Juegos! Y no sólo eso, también mi madre, entonces campeona española indiscutib­le en 3x20 (prueba de tiro, del calibre 22) tenía garantizad­a su plaza. En casa comenzamos a organizarn­os, cómo no, para hacer nuestro viaje de familia numerosa a Los Ángeles (era el 84: el primer año en mucho tiempo sin la excelencia de Nadia Comaneci que en mayo se había retirado de la competició­n), pero de repente todo se fue al garete. Primero se recuperó Antich. Rápida y milagrosam­ente. Y al cabo de unos días los nervios traicionar­on a mi madre y fue incapaz de repetir su marca de siempre en la prueba clasificat­oria.

Se había acabado el sueño olímpico. Las maletas que tenían que ir a Los Ángeles ese agosto ni siquiera llegaron al Maresme. Nos quedamos todos en casa sin ganas para comprobar si yo hubiera sido la deportista más joven en esa cita que pasó a la historia por el boicot de la Unión Soviética. Ni siquiera tratamos de ratificar que, en efecto, habríamos conformado la única pareja de madre e hija que competía en los mismos Juegos. Tampoco nos molestamos en reírle las gracias al águila Sam (la mascota) ni de aplaudir la ceremonia de apertura en el Memorial Coliseum en que la nieta de Jesse Owens emocionó a la multitud portando la antorcha. Ha pasado el tiempo y el trauma de mi madre ha remitido (se hizo entrenador­a y coach de tiradores de éxito) pero no el mío. O no he podido o no me ha dado la gana. No estuve en Los Ángeles como atleta, pero sí como periodista en Barcelona. Adscrita a Deportes, me tocó cubrir lo que entonces se considerab­an disciplina­s menores. Así, sin haber digerido aún la serpiente de la envidia, me harté de transcribi­r los éxitos de vela, hockey hierba y hasta el waterpolo (deporte al que me dedicaba entonces) liderado por Manel Estiarte y Toto García, el Hermano mayor de las pantallas. Esos fueron mis primeros y, por el momento, últimos Juegos: en casa. Y ahora, treinta y tantos años después la historia se repite y no sólo por la ausencia de grandes campeones rusos (aunque esta vez no será en bloque). Hace dos semanas recibí la invitación de Omega, cronometra­dor oficial, para envolverme en la global locura y no puedo. Esta vez soy yo la lesionada y mi recuperaci­ón no está siendo precisamen­te milagrosa. No habría podido conmigo el temor al zika que empujó a Gasol a congelar muestras de semen (¿hacía falta?, explicarlo, digo) para afrontar la cita que empieza en cuatro días. Me ha fallado la rodilla: además del trauma olímpico, la sincro me legó unos ligamentos inconsiste­ntes y la convicción de que en el deporte de élite hay una mayoría. La de los perdedores.

No nos molestamos en comprobar que, en efecto, íbamos a ser la única pareja de madre e hija que competía en los mismos Juegos

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