Ópera ampurdanesa
El público ampurdanés aplaude el montaje esencialista de Mario Gas y la voz de Iréne Theorin en el papel de gélida princesa, ayer en Peralada
El auditorio del parque del castillo de Peralada alberga un montaje en pequeño formato de Turandot, dirigido por Mario Gas, que permite entrever las emociones tanto del público como de los personajes de la trama.
La pequeña gran casa de ópera en la que se ha convertido el Auditori del Parc del Castell de Peralada le proporcionó anoche a Mario Gas un elemento nada baladí para su montaje de Turandot. ¡Ah, Turandot hay muchas! Pero están en ésta, en esa lectura de pequeño gran formato que permite entrever las emociones, tanto del público como de los personajes de la trama. ¿Es Turandot la vengativa princesa de hielo que se deleita en aniquilar a sus pretendientes, como la tildan por ahí? ¿O acaso es una incipiente y descarriada feminista que confundió su derecho a decidir sobre su vida amorosa con el instaurado arquetipo de mujer trofeo?
Son preguntas que una se hace en el fragor de la tramontana, la que anoche amenazaba con enmudecer a la pobre Simfònica del Liceu, cuyas bridas asía con fuerza Giampaolo Bisanti, un italiano con carácter. En el escenario, Iréne Theorin, protagonista, cuyo poderío, todo hay que decirlo, ponía en jaque el argumento sobre los roles de sexos que planteamos a continuación.
Porque como en tantas ocasiones operísticas, en Turandot se construye el argumento de la obra sobre un modelo medieval: el de la mujer que, siendo aparentemente sujeto de acción, se revela finalmente como musa del coprotagonista masculino –Roberto Aronica como Calaf, quien al principio reservaba su voz–, para que éste lleve a cabo su batalla interior en pos de la consecución del amor de ella, relegándola –¡ai las!– al rol de objeto de deseo.
Turandot no se basa en una emoción compartida, sino en un tour de force: “¿Tú me lo pones difícil? Pues voy a por ti. No quiero a otra”. Lo importante no es la mujer, sino demostrar que Calaf se la puede ganar, esto es: un show de poderío masculino, que no de sentimiento. Un show al que se presta la heroína colocándose como trofeo, aparentemente inaccesible. ¿Es así como ella venga a su antepasada violada, tentando a sus pretendientes con sus acertijos hasta asegurarse de que mueren? ¿No sería más fácil decir “me caéis fatal, que os corten la cabeza a todos”, directamente? Claro que ya no sería una ópera. Sin esa trama no sería justificable el deleite del público con semejante duelo.
Disquisiciones aparte, Peralada volvió ayer a demostrar su gran talento para poner en escena un magnífico Puccini express, montado en talleres del Empordà sin escamotear en excelencia a pesar de su breve celebración. Una ocasión, además, de desplegar esa habilidad suya para conseguir que un reparto internacional se sienta como en familia. A la grandísima Theorin le acompañó Maria Katzavara en el rutilante papel de Liù, aplaudida ya desde un principio en el papel de esclava fiel que se inmola por amor a Calaf.
Lo dicho: ¿qué hacía Calaf obsesionado con la fría asesina teniendo a la dulce admiradora? Es el espíritu de conquistador que prevalece en los argumentos líricos. O al menos ha prevalecido. ¡Un brindis por tiempos mejores! Ah, y por la económica escenografía de Paco Azorín: un esqueleto de pagoda que iba simplificándose hasta llegar a ser una versión concierto tras la inolvidable muerte de Liù. El coro Amics de la Unió y el Intermezzo, geniales. Sonsoles Espinosa incluida.
Iréne Theorin, inmensa, magnífica, y con un poderío que pone en jaque los argumentos de esta crónica