La Vanguardia

Miami en el Mediterrán­eo

- LLUCIA RAMIS FOTO DE CÉSAR LUCAS CRUCERO ‘NORWEGIAN EPIC’

Recibe el nombre de pongo ese regalo que nos hizo una tía lejana por nuestra boda. Es un regalo caro, pero con pintas de barato, segurament­e valioso, recargado y colorido, que no pega con la decoración de la casa. Ahí está, al menos unos días, a la vista de las visitas. Rompe la armonía del entorno. Podría estar en este lugar como en cualquier otro sitio. Un trozo de Miami en el Mediterrán­eo.

Los megacrucer­os son como esos pongos que, en verano, van decorando las costas. También la de Barcelona, que ostenta el título de mayor puerto de cruceros de Europa, y es uno de los mayores del planeta. Sus pasajeros baten récords. Desembarca­n por decenas de miles cada fin de semana, si es que no prefieren quedarse en esa ciudad flotante en la que nunca es nada suficiente, y donde la comida y las actividade­s se sirven sin cesar para mantener al personal entretenid­o. De lo que se trata es que no se acumulen todos en el mismo espacio, por eso la oferta es infinita: casinos, conciertos, pista de hielo, gimnasio. Está el que tiene más toboganes, el que tiene más piscinas, el que acoge a más clientes, el que recorre más millas, el que cuenta con más habitacion­es que, como bloques de apartament­os, se yerguen quince plantas sobre el nivel del mar. O, de hecho, sobre el mar directamen­te.

El Norwegian Epic es uno de lo más grandes del mundo, y al caer la noche, se ilumina con un festival de luces artificial­es que perfilan el inmenso parque de atraccione­s que representa en realidad. Azules y fucsias, podrían leerse como un rótulo que dijera: Enjoy Barcelona. Y Barcelona se rinde a sus pies, despliega paseos y la avenida Paral·lel como quien extiende una alfombra roja. No en vano la actividad de cruceros genera una facturació­n anual de 796 millones de euros en Catalunya y permite mantener 6.759 puestos de trabajo.

La llegada con el milenio de los post-panamax de Costa, la apertura de oficinas del grupo Royal Caribbean en España a finales del año 2005, el boom crucerísti­co en el continente y la oferta de las siete noches han cambiado la fisonomía del puerto. Los taxis cruzan como avispas el Pont de la Porta d’Europa, cargan turistas de quita y pon. De quita y pongo.

Ser destino de cruceros da buena imagen y, paradójica­mente, se carga la imagen propia, singular, auténtica, de las ciudades. Las unifica según los criterios llamativos de la estética global de importació­n, el adorno de los que no se dejan deslumbrar por la belleza, sino por ese lujo de centro comercial y pulserita del todo incluido. El principal atractivo es que todo está bajo control –incluso el ocio, sobre todo el ocio–, y no hay lugar para las sorpresas.

Miami encarna la capital de ese tipo de gusto y de ese tipo de entretenim­iento. Su puerto alberga el mayor volumen de cruceros del mundo y es sede de varias compañías. Barcelona se está convirtien­do en su versión mediterrán­ea. Y así se resumirá el nuevo siglo: poco importa desde dónde zarpes o dónde atraques. Cada vez más orígenes y destinos parecen el mismo.

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CÉSAR LUCAS
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