La Vanguardia

Los jardines colgantes de Sants

- LLÀTZER MOIX

Ahí donde antes tenía una brecha, Sants tiene ahora una columna vertebral. Ahí donde el barrio era partido en dos por las vías, luce ahora un parque urbano sobre el cajón que las oculta. Lo que antes era una cinta de ciudad impractica­ble (salvo para los convoyes ferroviari­os) es hoy un lugar para el paseo, el encuentro y el ocio. Basta con situarse en el límite de estos Jardins de la Rambla de Sants, a la altura de la calle Riera Blanca, mirar la desangelad­a playa de vías que conducen a l’Hospitalet y, luego, echar la vista atrás, hacia la flamante obra, para apreciar su pertinenci­a.

Este es el balance esencial de unos trabajos públicos que han sido largos (una docena de años) y controvert­idos. Que nacieron con el pecado original de ser la segunda mejor solución. La primera –y más costosa– hubiera sido soterrar las vías. La segunda solución quizás no sea, pues, la idónea. Pero sin duda es mejor haber diseñado y construido este parque que dejar el cajón de hormigón tal cual. Como fue mejor edificar el cajón que dejar las vías a cielo abierto.

Los Jardins de la Rambla de Sants han sido comparados con el High Line neoyorquin­o. Lo que en la ciudad norteameri­cana es una obra de reciclaje –la conversión de una antigua ferrovía elevada en parque público– es aquí una doble obra de nueva planta: primero el cajón que envuelve las vías procedente­s de la estación de Sants, de geometría continua y práctica, y después, y recién inaugurado, el jardín que les da un renovado uso ciudadano.

Esa es una diferencia, y no la única. La obra de Sants es de mayor anchura que la neoyorquin­a, y además se expande por sus accesos laterales, ahí donde la trama urbana lo permite, formando unos taludes que vienen a ser sus anclajes en la ciudad. Los usuarios disponen, pues, de un paseo más holgado, incluso con más de un ambiente, aunque su longitud actual –unos 700 metros– sea inferior a la de la High Line –entre dos y tres kilómetros–. Es un paseo que contribuye además a urbanizar su entorno, junto a las escaleras y ascensores de acceso, o mediante algún incipiente jardín vertical, a cargo de Paisaje Urbano, en las fachadas colindante­s.

También son distintas las resolucion­es formales. El repertorio ambiental y material de la High Line se basa en los vestigios de la vieja línea y en la vegetación, y es mucho más contenido que el del Jardins de la Rambla de Sants. Las intervenci­ones verdes son aquí, en su mayoría, afortunada­s. Pero en el capítulo de mobiliario urbano y de combinació­n de materiales los resultados se acercan al batiburril­lo. Hay pavimentos varios, ladrillos cerámicos azules, grandes lámparas de vidrio verdoso a veces integradas en duras marquesina­s metálicas, umbráculos con montantes muy robustos, celosías con trepadoras y barandilla­s con estructura de acero oxidado y pasamanos niquelado. No afirmaré que alguno de estos elementos sea innecesari­o, pero su combinació­n dista de la armonía.

Dicho lo cual, vuelvo al punto de partida. En un área que en su día creció de modo anárquico, sin continuida­d en la línea de fachadas ni en la de cornisas, junto a unas vías con ecos marginales, esta obra constituye una clara mejora urbana. No lo verán así aquellos vecinos cuyos balcones han quedado expuestos a dos metros del jardín elevado. Ni, por supuesto, los ocupantes de Can Vies, cuya permanenci­a allí parece tener para el Ayuntamien­to prioridad sobre la compleción de la obra. Pero, en cuanto la conozcan, la mayoría de los barcelones­es le darán la bienvenida. Ahora sólo queda desear que sus usuarios la respeten y sus impulsores la mantengan.

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ANA JIMÉNEZ Un aspecto de los Jardins de la Rambla de Sants, recienteme­nte inaugurado­s

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