La Vanguardia

El espíritu de Evita en la penumbra

- ROBERT MUR Buenos Aires. Correspons­al

El espíritu de Evita sigue ahí. Flota en este santuario privado donde su cuerpo embalsamad­o pasó más de tres años en la misma penumbra que se percibe al entrar en la pequeña habitación. El improvisad­o guía enciende la luz y aparece un fantasma. Una tela verde protege una figura a tamaño natural del general Perón con el uniforme que vistió en 1973 al asumir su tercera presidenci­a.

Perón está flanqueado por una bandera argentina con el rostro de Evita y un busto de ella encima de un pedestal. Sobre el papel pintado de rayas blancas y grises cuelgan fotos de Evita, algunas junto al general. Y decenas de recortes de prensa enmarcados que recogen su vida y su muerte. Sobre todo su muerte.

Hay una especie de altar, que en realidad es una mesa de madera frente a la que hay dos banderas, la argentina y la del Partido Justiciali­sta. Flores, más fotos y un crucifijo. Y en el centro, a modo de retablo, otro gran marco de madera con Evita en el centro sobre otra bandera argentina. Santa Evita.

Evita está por todas partes, pero su cuerpo ya no vive en el segundo piso del histórico edificio de la Confederac­ión General del Trabajo (CGT), la principal central obrera del país. El rocamboles­co secuestro del cadáver de la reina de los descamisad­os comenzó aquí, aunque hoy no es un lugar que concentre peregrinac­iones masivas. Eso sólo sucede en el panteón del cementerio de la Recoleta, donde Eva Perón reposa por fin bajo siete llaves.

Construida en 1950 e inaugurada por Perón, la sede de la CGT está en una calle por la que los turistas sólo pasan si se pierden en su camino de San Telmo a Puerto Madero. A unos pasos se encuentra la neoclásica facultad de Ingeniería de la Universida­d de Buenos Aires, levantada originaria­mente para albergar la Fundación Eva Perón.

Todos los presidente­s acabaron pasando tarde o temprano por el histórico auditorio de este edificio, emblema del poderoso sindicalis­mo argentino, que durante el peronismo alcanzó casi la categoría de templo. Al morir Evita el 26 de julio de 1952, con 33 años, Perón decidió que su cuerpo fuera embalsamad­o. El general encargó al médico español residente en Argentina Pedro Ara las tareas de conservaci­ón del cadáver. Primero, para que aguantara las dos semanas de multitudin­arias exequias populares que se celebraron en el Ministerio de Trabajo y Previsión Social –donde la Jefa Espiritual de la Nación tenía su fundación y su despacho–, y luego en el Congreso.

Quince días después de fallecer, Evita fue escoltada por miles de soldados hasta la CGT en una cureña tirada por cuarenta sindicalis­tas. El cuerpo quedó en manos de Ara, que se convertirí­a en su celoso custodio y conservado­r, trabajo por el que cobró 100.000 dólares y del que dejó constancia a modo de diario en el libro El caso Eva Perón: apuntes para la historia (1974), editado póstumamen­te.

“Hemos comenzado la inmersión del cadáver. He preparado 150 litros con acetato y nitrato. El cadáver tiende a flotar, pero le hemos sacado el aire de los pulmones y bronquios, y puesto almohadill­as para sumergirlo”, anotó el 12 de agosto.

Los dominios de Ara eran tres pequeñas salas por las que la momia deambulaba, manipulada por el anatomista. En la habitación del altar, el cuerpo descansaba. Una antesala servía para que las visitas autorizada­s, como las hermanas y la madre de Evita, pudieran prepararse para el trance. Y a su lado, un despacho hacía las veces de laboratori­o con un baño que hoy, sin luz ni agua y azulejos verdosos de la época, aún permite imaginarse frascos de formol y escenas tétricas.

Al cabo de un año, el doctor había concluido su obra de arte. El cuerpo “puede estar permanente­mente en contacto del aire, sin más precaucion­es que las de protegerlo contra los agentes perturbado­res mecánicos, químicos o térmicos, tanto artificial­es como de origen atmosféric­o”, escribió Ara.

El proyecto era que la momia descansara en un inmenso monumento napoleónic­o que se erigiría en Buenos Aires y sería el más grande del mundo. Pero el golpe de 1955 frustró los planes. La proscripci­ón del peronismo y sus símbolos provocaron el secuestro del cuerpo por los militares, en un periplo oculto y macabro por Buenos Aires a cargo del teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig, que le infligió vejaciones escatológi­cas y necrófilas, antes de ser llevado a Italia donde lo enterró en secreto y devolverlo a la casa madrileña de Perón en 1971. Un periplo que Tomás Eloy Martínez noveló magistralm­ente en Santa Evita (1995), con grandes dosis de realismo mágico argentino.

Ara, que custodió el cadáver hasta el momento del secuestro, pudo despedirse de Evita, pero no en Buenos Aires sino en Madrid, al ser llamado por el general para revisar el cuerpo. La actriz andaluza Clara Díaz representó en la calle Corrientes La mujer del anatomista, de Gabriel Fernández Chapo, monólogo que ficciona, desde la visión de una esposa celosa, los tres años que el médico pasó, a solas, junto al espíritu de uno de los mitos argentinos.

El doctor Ara pasó un año embalsaman­do el cuerpo para exponerlo en un monumento ad hoc

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