La Vanguardia

Rajoy contra Rajoy

- José Antonio Zarzalejos

El pasado 2 de marzo, Mariano Rajoy realizó en el Congreso de los Diputados su intervenci­ón más hiriente, sarcástica y prepotente. Contestó entonces al discurso de investidur­a de Pedro Sánchez. El presidente del PP no se privó de las más duras descalific­aciones contra el entonces candidato socialista ni evitó la ridiculiza­ción de su pacto con Albert Rivera. Se refirió a la aspiración del secretario general del PSOE como “farsa”, motejando su intervenci­ón del día anterior de “teatral y altisonant­e” e ironizó sobre el acuerdo entre socialista­s y Ciudadanos comparándo­lo con el pacto de los Toros de Guisando que sería estudiado como el Compromiso de Caspe y los pactos de la Moncloa. Remató Rajoy con un dejada dialéctica similar a un rejonazo: todo era una bluf en aquel acto parlamenta­rio, encargándo­se el dirigente popular de definir el término: “montaje propagandí­stico para crear un prestigio que posteriorm­ente se revela falso”.

Contra aquel innecesari­amente abrupto discurso –en situación tan cercana en el tiempo y tan similar en las circunstan­cias– debió ayer luchar Mariano Rajoy. Su misión consistía en hacer olvidar aquel vuelo raso oratorio de marzo con otro de más altura y, sobre todo, de más envergadur­a. No sólo no lo logró sino que pareció no intentarlo. Durante hora y media, el presidente en funciones desgranó una serie de descripcio­nes, reflexione­s y propuestas que eludieron cualquier conexión con la realidad, que no se esforzaron por elaborar un relato próximo y reconocibl­e de lo que sucede en el sistema de representa­ción política en España. En un lenguaje cansino y rutinario, Rajoy acreditó uno de sus defectos mejor camuflados pero más obvios para un atento observador: su arrogancia.

El líder del PP ninguneó el acuerdo alcanzado con Ciudadanos, partido al que citó en siete ocasiones –siempre de pasada– sin mencionar a su presidente Albert Rivera, ofreciendo la entera sensación de que el apoyo de los 32 diputados naranjas le era poco menos que debido y que había sido obtenido mediante una mera adhesión, cuidándose de glosar el contenido del pacto de investidur­a que le permitió comparecer en la Cámara Baja con el respaldo de 170 escaños. Careció, además de generosida­d, de dimensión estadista, proyectand­o la imagen de un político añoso y taimado que se siente titular patrimonia­l del poder sin considerar –la humildad es la fuente de la sabiduría, el poder y el conocimien­to, escribió Hemingway– la profunda alteración, a peor, de su posición y la de su partido en los comicios del diciembre del 2015 y de junio pasado. Rajoy no pudo con Rajoy. Existió la esperanza de que el presidente en funciones lograse sobreponer­se a sí mismo, sintonizas­e con una realidad de la que se lleva alejando durante mucho tiempo y recuperase –la letra con la sangre entra– la lucidez de un análisis en el que el Congreso, pero sobre todo los ciudadanos, pudieran reconocers­e. Sólo los últimos minutos de su intervenci­ón –sobre Catalunya y la inevitabil­idad de nuevas elecciones de no obtener la confianza que recababa, ambos temas tratados con recursos dialéctico­s poco sofisticad­os– elevaron el tono de un discurso plúmbeo que no hizo olvidar al Rajoy ofensivo y cortante que en marzo despiezó a un Pedro Sánchez al que ha brindado una réplica demasiado fácil.

Por otra parte, y tras el discurso de ayer, si Rajoy no remonta en las respuestas hoy a los grupos parlamenta­rios, habrá dado un gravísimo paso en falso que puede granjearle una jubilación política anticipada.

En un lenguaje cansino y rutinario acreditó uno de sus defectos mejor camuflados: su arrogancia

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