Rajoy contra Rajoy
El pasado 2 de marzo, Mariano Rajoy realizó en el Congreso de los Diputados su intervención más hiriente, sarcástica y prepotente. Contestó entonces al discurso de investidura de Pedro Sánchez. El presidente del PP no se privó de las más duras descalificaciones contra el entonces candidato socialista ni evitó la ridiculización de su pacto con Albert Rivera. Se refirió a la aspiración del secretario general del PSOE como “farsa”, motejando su intervención del día anterior de “teatral y altisonante” e ironizó sobre el acuerdo entre socialistas y Ciudadanos comparándolo con el pacto de los Toros de Guisando que sería estudiado como el Compromiso de Caspe y los pactos de la Moncloa. Remató Rajoy con un dejada dialéctica similar a un rejonazo: todo era una bluf en aquel acto parlamentario, encargándose el dirigente popular de definir el término: “montaje propagandístico para crear un prestigio que posteriormente se revela falso”.
Contra aquel innecesariamente abrupto discurso –en situación tan cercana en el tiempo y tan similar en las circunstancias– debió ayer luchar Mariano Rajoy. Su misión consistía en hacer olvidar aquel vuelo raso oratorio de marzo con otro de más altura y, sobre todo, de más envergadura. No sólo no lo logró sino que pareció no intentarlo. Durante hora y media, el presidente en funciones desgranó una serie de descripciones, reflexiones y propuestas que eludieron cualquier conexión con la realidad, que no se esforzaron por elaborar un relato próximo y reconocible de lo que sucede en el sistema de representación política en España. En un lenguaje cansino y rutinario, Rajoy acreditó uno de sus defectos mejor camuflados pero más obvios para un atento observador: su arrogancia.
El líder del PP ninguneó el acuerdo alcanzado con Ciudadanos, partido al que citó en siete ocasiones –siempre de pasada– sin mencionar a su presidente Albert Rivera, ofreciendo la entera sensación de que el apoyo de los 32 diputados naranjas le era poco menos que debido y que había sido obtenido mediante una mera adhesión, cuidándose de glosar el contenido del pacto de investidura que le permitió comparecer en la Cámara Baja con el respaldo de 170 escaños. Careció, además de generosidad, de dimensión estadista, proyectando la imagen de un político añoso y taimado que se siente titular patrimonial del poder sin considerar –la humildad es la fuente de la sabiduría, el poder y el conocimiento, escribió Hemingway– la profunda alteración, a peor, de su posición y la de su partido en los comicios del diciembre del 2015 y de junio pasado. Rajoy no pudo con Rajoy. Existió la esperanza de que el presidente en funciones lograse sobreponerse a sí mismo, sintonizase con una realidad de la que se lleva alejando durante mucho tiempo y recuperase –la letra con la sangre entra– la lucidez de un análisis en el que el Congreso, pero sobre todo los ciudadanos, pudieran reconocerse. Sólo los últimos minutos de su intervención –sobre Catalunya y la inevitabilidad de nuevas elecciones de no obtener la confianza que recababa, ambos temas tratados con recursos dialécticos poco sofisticados– elevaron el tono de un discurso plúmbeo que no hizo olvidar al Rajoy ofensivo y cortante que en marzo despiezó a un Pedro Sánchez al que ha brindado una réplica demasiado fácil.
Por otra parte, y tras el discurso de ayer, si Rajoy no remonta en las respuestas hoy a los grupos parlamentarios, habrá dado un gravísimo paso en falso que puede granjearle una jubilación política anticipada.
En un lenguaje cansino y rutinario acreditó uno de sus defectos mejor camuflados: su arrogancia