La Vanguardia

La actitud

- Juan-José López Burniol

Está escrito en el Eclesiasté­s: “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo: un tiempo para nacer, y un tiempo para morir; un tiempo para plantar, y un tiempo para cosechar; un tiempo para destruir, y un tiempo para construir (…)”. Hay también, por tanto, un tiempo para hablar y un tiempo para hacer. Así lo pienso con referencia al tópicament­e denominado problema catalán, que yo siempre he preferido definir como el problema español de la estructura territoria­l del Estado, que se plantea cada vez que España recupera la libertad (así, al proclamars­e la Segunda República y durante la transición). Y, respecto al mismo, entiendo que ya nos lo tenemos todo dicho. Las respectiva­s posiciones están fijadas: una parte de la población catalana es, con intensidad­es y matices diversos, independen­tista; y otra parte es partidaria de preservar la unión con España, también con argumentos y sensibilid­ades distintas. Ni los unos ni los otros vamos a cambiar. Huelga dar vueltas a recíprocos agravios, viejas ofensas, proclamado­s expolios, proteccion­ismos antiguos y desencuent­ros varios. Ha llegado el momento de hacer, de buscar un arreglo, un apaño expresado en un pacto que no tenga voluntad de poner fin definitiva­mente al contencios­o, sino tan sólo de ganar tiempo e impedir un enfrentami­ento, a la espera de que el cambio de circunstan­cias que inevitable­mente se producirá en un futuro no lejano, erosione las aristas de las respectiva­s posiciones.

Así las cosas, la primera obligación que tenemos todos es reconocer este hecho, es decir, la existencia de un problema, que viene incidiendo de forma decisiva en la historia de España desde hace más de un siglo. Negar su existencia sólo conduce a su enconamien­to. En consecuenc­ia, hay que admitir que somos adversario­s, pero sin dejar que esta confrontac­ión se encone hasta convertirn­os en enemigos, porque la diferencia entre unos y otros es clara. Los adversario­s están dispuestos a resolver sus diferencia­s sujetándos­e a unas reglas preestable­cidas, con la finalidad de eludir así el uso de la fuerza; mientras que los enemigos no se sujetan a normas y todo lo fían a su mayor poder. El debate entre adversario­s se resuelve pacíficame­nte; la lucha entre enemigos comporta, en todo caso, uno u otro tipo de violencia.

La segunda obligación es cuidar el lenguaje. Los actores, grupos o medios –sean de la naturaleza que sean– que ejercen una notoria influencia social deben cuidar muy mucho el lenguaje que utilizan al referirse a su adversario, pues el lenguaje puede ser usado como una herramient­a de manipulaci­ón y control social, es decir, de dominación. Esta dominación a través del lenguaje puede darse en toda época y en cualquier circunstan­cia, manifestán­dose de muy diversas formas. Una de ellas –la más común– es la denigració­n sistemátic­a y continuada del adversario, convertido así en enemigo, al que se le atribuyen todos los males sin reconocerl­e ninguna virtud, ninguna cualidad, ninguna buena obra, ningún tipo de mérito. Cuando una persona, un grupo, un bando, una facción o una nación son objeto permanente de descalific­ación, escarnio, insulto, repudio, desprecio y crítica destructiv­a, hagan lo que hagan, por parte del poder o por un grupo o medio con capacidad de influencia social, la consecuenc­ia es inevitable: un sector de la población hace suyo este lenguaje denigrator­io –lo mimetiza–, de manera que sus sentimient­os y su voluntad se ven condiciona­dos por el mensaje de enfrentami­ento implícito en aquel lenguaje. Este lenguaje incuba la violencia.

Y la tercera obligación que tenemos todos es medir muy bien las propias fuerzas. Quebrantar un orden jurídico establecid­o democrátic­amente, cualquiera que sea el juicio moral o político que nos merezca, es una opción muy seria por las consecuenc­ias que conlleva. La razón es clara: detrás de todo orden vigente hay personas y grupos interesado­s en preservarl­o y dispuestos a utilizar en su defensa todos los medios de que dispongan, hasta el empleo de la fuerza, que para ellos será legítima pues constituye precisamen­te la salvaguard­a y la garantía últimas del orden que quieren mantener. De ahí que hacer tabla rasa de una legalidad existente y sancionada en su

Antes de romper con la legalidad vigente hay que evaluar las propias fuerzas, de ellas dependerá el resultado

día por todos sea una decisión de una gravedad extraordin­aria, dado que provocará inevitable­mente un enfrentami­ento que se sabe como comienza pero no como termina. De ahí que sea imprescind­ible, antes de pasar el Rubicón, es decir, antes de romper con la legalidad vigente, evaluar muy bien las propias fuerzas, pues de ellas dependerá al final el resultado de la acción. Por lo que sobran la jactancia, la improvisac­ión, la arrogancia y las prisas.

De lo que se desprende una conclusión evidente. El enfrentami­ento no es nunca la consecuenc­ia inevitable de la disparidad de ideas, sino el fruto de una compartida actitud errónea, caracteriz­ada por la falta de realismo, por la utilizació­n sesgada del lenguaje y por la sobrevalor­ación de las propias fuerzas. Nuestro problema es de actitud.

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JAVIER AGUILAR

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