Nietzsche: la ruina del viejo mundo
Si me permiten la comparación, el conjunto de la obra nietzscheana se deja describir como un formidable artefacto destinado a hacer saltar por los aires nuestra manera de entender el mundo y de entendernos a nosotros mismos. El símil puede servir siempre que no se entienda la voladura como una destrucción simple, que lo arrasara todo de una vez, sino como una tarea extremadamente compleja, en la que el filósofo operaría como un minucioso artificiero que colocara las cargas explosivas en los puntos más sensibles del edificio que pretende demoler. La ventaja de esta segunda interpretación es que permite aquilatar mejor el valor y el alcance de sus más importantes aportaciones teóricas.
El carácter radical de sus planteamientos se percibe claramente revisando alguno de los tópicos más conocidos de su filosofía. Nos limitaremos a dos. Pensemos, en primer lugar, en su crítica del lenguaje y del concepto de verdad, formulada en su texto sobre la verdad y la mentira en sentido extramoral. Allí expone sus conocidas afirmaciones según las cuales aquello que llamamos verdad no es más que un conjunto de metáforas de las que habríamos olvidado el origen. Es obvio que tales afirmaciones hacen temblar los cimientos mismos de nuestra concepción del mundo. Baste con pensar en la necesidad ineludible que tiene la ciencia de alguna variante de dicha noción. Y pensemos, a continuación, en el lugar central que ocupa lo científico, entendido, en el imaginario colectivo de nuestro tiempo, como garante de nuestro comercio efectivo con la realidad.
Pero parecidas consideraciones cabría plantear, en segundo lugar, respecto a otra de sus afirmaciones más célebres, la referida a la muerte de Dios. También aquí es la entera visión heredada acerca de nosotros mismos la que queda cuestionada, y de manera irreversible por cierto. En efecto, al levantar acta de defunción de la idea divina, Nietzsche va más allá del gesto crítico ilustrado que invitaba al género humano a ingresar en su mayoría de edad abandonando toda forma de superstición. Quedarse en esto o, si se prefiere, limitarse a hacerle la segunda voz a Kant no es propio del talante radicalmente crítico de Nietzsche, que, de manera consecuente, no se conforma con ello y lanza los dardos de su crítica contra la Ilustración en cuanto tal.
A su juicio, se impone explicar por qué el hombre se ha aferrado durante siglos, para dotar de sentido a su existencia, a la creencia en las múltiples variedades de entidades trascendentes. Conviene resaltar no solo la pertinencia argumentativa de esta exigencia, sino también su rigurosa actualidad en un momento como el que estamos viviendo, en el que asistimos a la revitalización de la religiosidad bajo muy diversas formas. Nietzsche cree disponer de la explicación: no es un problema, en el fondo, de ideas, sino de modelos de vida. Por una parte, está el modelo de inspiración cristiana, que promueve una actitud resignada, regida por los valores
La obra nietzscheana hace saltar por los aires nuestra manera de entender el mundo y a nosotros mismos
de la bondad, la perfección y la humildad. Por otra, una vida concebida como dolor, lucha, destrucción, crueldad, incertidumbre y error, pero también como orgullo, salud, alegría y sexo.
He aquí, pues, la disyuntiva a la que estamos abocados: una vida completa frente a una vida mutilada. Elijan ustedes, viene a decirnos Nietzsche. Él ya lo hizo, y de manera inequívoca. Por eso se puede sostener que la fuerza que mueve todo su pensamiento es el amor incondicional por la vida tal como fue capaz de soñarla.