Los bajos instintos del Brexit
Steven Woolfe, eurodiputado del UKIP, yace en un pasillo del Parlamento de Estrasburgo, inconsciente, tras una trifulca con su correligionario y también eurodiputado Mike Hookem. La foto cenital de Woolfe noqueado, con las piernas y brazos abiertos, la mejilla pegada al suelo, recuerda las escenas del crimen vistas en tantas películas. Apareció en la portada de La Vanguardia el 7 de octubre. También en la de The Times, con el titular “Dramático golpe a la reputación del UKIP”. Si sólo fuera eso… Pero fue más que eso. También fue un golpe al prestigio del Reino Unido, a su calidad democrática, a su diplomacia. Las tanganas parlamentarias, privilegio de las repúblicas bananeras, o de la Duma rusa en tiempos de Zhirinovski, han llegado al corazón de Europa por gentileza británica.
Me gustaría atribuir este penoso incidente a la inclinación machista, pendenciera y bebedora de las huestes del UKIP, partido que nació hace 23 años para sacar a su país de la Unión Europea, y que en el referéndum de junio lo logró, con el 52% de los votos. No es ningún secreto que las reuniones de su dirección se desarrollan entre gritos, puñetazos sobre la mesa y vuelo de objetos arrojadizos; o sea, en un ambiente de grada futbolística ultra. Es también sabido que su líder histórico Nigel Farage aparece en la mayoría de las fotos en el pub, cual genuina barfly: pinta de cerveza en una mano, pitillo en la otra, y una risotada excesiva, como si esa pinta no fuera la primera. Me gustaría incluso pensar que el altercado debe atribuirse a la intemperancia propia de Woolfe, abogado penalista y candidato a dirigir el UKIP –en vano: entregó su petición fuera de plazo–, y a la de Hookem, que dejó el cole con 15 años, fue comando en la RAF y ahora es portavoz del UKIP para asuntos de Defensa (no personal).
Pero, por desgracia, la deriva excluyente va más allá. Afecta ya al Gobierno conservador de Theresa May, que en su discurso en el congreso tory de Birmingham propuso una política que el colega Rafael Ramos tachó de nacionalpopulista: muchas promesas para los ingleses desfavorecidos y restricciones de visado para estudiantes foráneos, una sanidad pública sólo con personal británico y la obligación –luego retirada– de que las empresas hagan listas de extranjeros en plantilla. El UKIP no lo hubiera hecho mejor. May habló y rebajó el ideal democrático y de acogida británico.
Quizás quepa achacar este giro a que May trata de sacarle partido al declive del UKIP, que una vez logrado su objetivo vaga sin plan ni razón de ser, perdido en peleas intestinas y pugilatos en sede parlamentaria; y a que trata también de rentabilizar la deriva de Jeremy Corbyn, que lleva al Labour hacia terrenos inhóspitos para los laboristas más templados. La premier estaría pues pescando votos a derecha e izquierda, ensanchando su base supuestamente centrista. Ahora bien, el tipo de centro que nos está proponiendo May es populista, excluyente y xenófobo. Y cada día son más las voces de la industria, la academia, la cultura, la ciencia e incluso la agricultura alarmadas ante los efectos económicos del llamado “Brexit duro”, por el que el Reino Unido renunciaría al mercado único europeo –que exige libertad de circulación de personas, mercancías, servicios y capitales–, a fin de mantener el férreo control de su frontera.
Nada de esto es prometedor. Ni nuevo: ya Lord Byron censuraba a parte de sus compatriotas por el desprecio estúpido e intolerante hacia todo lo extranjero. Pero ahora va a más. Los efectos del Brexit son graves en lo económico y, sobre todo, en lo social. Desde su triunfo, algunos de los demonios británicos se han desatado. El número de delitos racistas se ha multiplicado por cuatro. El de ataques homófobos se ha triplicado. La exaltación del orgullo nacional lleva aparejada la liberación de bajos instintos.
Por supuesto, no todos los ingleses son así. Semanas atrás asistí a una fiesta de aniversario en Devon, en el sudoeste de Gran Bretaña. Antes de empezar sólo conocía a cuatro británicos entre los cien invitados. Cuando acabó la fiesta, había charlado con la mitad de los presentes y puedo decir que todos ellos eran abiertos y encantadores. Como lo era la campiña que nos rodeaba, cuidadosamente cultivada y parcelada con espléndidos setos centenarios. Esa es la imagen que debiera prevalecer del Reino Unido. Y no la de los brexiters que se atizan en el Parlamento Europeo. O la de May, que presta el altavoz de Downing Street a mensajes excluyentes. O la de los que difunden la peregrina especie de que hay más talento y posibilidades en una comunidad de 65 millones de personas –Gran Bretaña– que en una de 500 millones –la Unión Europea–. O la de los que creen que la grandeza, la cultura y el fair play británicos vienen de serie con la partida de nacimiento en la isla, en lugar de ser fruto de una trayectoria vital guiada por la inteligencia, la sensatez y la diaria construcción de la convivencia.
No basta con nacer en Gran Bretaña para participar de su grandeza y de su ‘fair play’: hay que construirlos día a día