Más allá del contrato
La concesión del último Nobel de Economía a dos ilustres cultivadores de la teoría de contratos ha generado cierta controversia (no tanta como la del Nobel de Literatura). Llama la atención que haya merecido la concesión de ocho premios Nobel mientras que problemas como el desempleo, la desigualdad, la pobreza o las crisis no han concentrado en la misma medida la atención de los mejores del oficio; pero ese no es el aspecto que me interesa destacar. Tampoco se trata de poner en duda su utilidad. El lector curioso puede acudir a la versión popular del dictamen de la Academia de Ciencias sueca para una panorámica de la teoría, y verá cómo se trata de un campo de gran interés, incluso práctico. Lo cultivaba el ama de casa que temía, al salir a hacer la compra, que la mujer de la limpieza se pasara el rato al teléfono; lo cultiva el directivo que no está seguro de que sus subordinados, a los que sólo ve de vez en cuando, se esfuercen como prometieron, o el accionista que quiere cerciorarse de que quienes gestionan su empresa piensan día y noche en su beneficio.
Son estos ejemplos muy rudimentarios, que no hacen justicia a una teoría que contempla situaciones mucho más variadas y complejas. Pero todas tienen un denominador común: la Academia dice que “los contratos ayudan a ser cooperativos y confiados cuando podríamos ser desconfiados”. En realidad quiere decir: empiece usted por desconfiar, y confíe en que sus contratados cooperarán sólo si tiene usted un contrato bien redactado, con una adecuada estructura de incentivos (el aguinaldo por Navidad) y penalizaciones (la amenaza del despido). Dicho de otr forma: no confíe usted en sus empleados, sino en su abogado. Debe ser por eso que, siempre según la Academia, “las aportaciones (de los galardonados) son valiosísimas para la comprensión de los contratos y de las instituciones de la vida real”.
Para la Academia, pues, en la vida real y en ausencia de un buen contrato la mujer de la limpieza se tumba a la bartola en cuanto el ama de casa le vuelve la espalda; el empleado procura trabajar menos de lo que debiera; el asegurado conduce de cualquier manera si su seguro de automóvil cubre la totalidad de los costes de un accidente; el maestro sólo enseña a sus alumnos cómo sacar buenas notas en el examen de final de curso; el médico sucumbe a la tentación de una ventaja económica cuando prescribe un tratamiento innecesario a un paciente. Esa es la vida real que podemos mejorar mediante la teoría de contratos, y ese concepto de la realidad es el que merece ser destacado. Para los teóricos del contrato no pasa de ser un supuesto conveniente, pero tomarlo como una descripción de la realidad es una aberración.
Es que “el hombre no es un ángel”, dice la Academia sueca. Claro. Tiene algo de ángel y algo de demonio, con todos los estadios intermedios. Es capaz de lo peor y también de lo mejor; pensar que el comportamiento más sórdidamente egoísta e la norma más frecuente, la default option de su conducta no es ser realista. Al contrario: es negar lo específicamente humano, que es la capacidad de ser lo mejor de uno mismo, algo que se alcanza mediante el ejercicio de la virtud.
Los contratos hacen innecesaria la virtud: el hombre responde, como haría un animal, a una combinación de palos y zanahorias. Si queremos ser realistas de verdad admitiremos que imaginar que podemos resolver nuestros problemas personales sólo con redactar bien los correspondientes contratos no es realismo, es una fantasía estúpida: Un buen contrato no garantiza un buen matrimonio, más bien es el anuncio de un mal final. La teoría de contratos tiene su utilidad: el responsable de recursos humanos de una gran empresa implantada en muchos países hará bien en seguir sus progresos, porque en ella encontrará soluciones prácticas a muchos de sus problemas. Puede que en ella encontremos algún modelo de contrato que nos permita asegurarnos de que nuestros políticos se ocupen de los asuntos para cuya resolución les hemos elegido, aunque semejante contrato sería inmediatamente declarado inconstitucional. Pero no pretendamos que los supuestos de la teoría son una descripción adecuada de la realidad.
La Academia, quizá por querer dar a la teoría de contratos más importancia de la que tiene, para hacerla así merecedora de un premio tan destacado, nos hace un mal favor, porque nos da a entender que es posible una sociedad compuesta por individuos que no sienten la necesidad de mejorar, cuando es así que todos tenemos, en mayor o menor medida, un deseo de perfección. El hombre no es bueno por naturaleza, pero puede llegar a serlo, y una buena sociedad es la que crea un entorno que facilita esa mejora. Por eso son la generosidad, la compasión, el respeto a la palabra dada y la honradez elementos verdaderamente esenciales para el buen funcionamiento de cualquier sociedad. Pensar otra cosa es lo que nos ha traído a donde estamos.
Imaginar que podemos resolver los problemas personales sólo con redactar bien un contrato es una fantasía estúpida