La Vanguardia

Cómo abrazar a tu padre

- Carlos Zanón

Hoy debería tratar de abrazar a mi padre. Lo he intentado a lo largo de estos días pero no he conseguido nada mínimament­e aceptable. Nada que pueda llamarse abrazo. Acabamos de enterrar a su madre, mi abuela, y eso hace, a priori, que un abrazo debiera encontrar fácil el camino hacia él pero no ha sido así. Abrazar a una madre, al menos a la mía, es sencillo. Una madre tiene huecos por todos lados, cobijos, cunas y sudarios. Nunca cogerás despreveni­da con un abrazo a una madre. Es imposible por definición y acción ejecutada. Ya puedes ir por detrás o a media altura. Sorprender­la tras una puerta, en la calle, en el Mercadona o en su lecho de muerte. Ella siempre está esperando ese abrazo. Sus huesos son gelatinas que saben transforma­rse en moisés, en pozo, en lecho. Abrazar a una madre, al menos la mía, tiene mucho de coreografí­a ensayada tipo cine de King Hu en días excelsos, Bruce Lee en tardes de bronca o Jackie Chang para cumpleaños y navidades. Ella sabe. Ella espera. Ella detiene el golpe, abre tus extremidad­es, se cuela bajo la axila, se aperruña, rodea y circunvala para rematar desde posiciones que vulneran la mismísima ley de la gravedad. Pero el resultado siempre es un abrazo. He llegado a pensar que las madres, al menos la mía, no tienen huesos sino cuerdas, poleas y cojines.

Abrazar a un padre es distinto. ¿Qué hago para poder abrazarle con naturalida­d si además soy bastante más alto que él…? ¿Doblar las rodillas, lanzarle al suelo? ¿Pasarle el brazo por el hombro? ¿Quedar frente a él, cubrirle con mis brazos, accionar una de sus manos hasta aferrar su nuca y romperle, con un movimiento seco de muñeca, el cuello? Quizás en el momento de incinerar a la abuela, se dé la situación. Que él, confundido y distraído, pierda la noción de padre y se contraiga, adquiera forma de sofá, doble su espinazo y lo siguiente sea untarse de mantequill­a. Pero dudo que eso sea un abrazo sino grecorroma­na. Cuando lo rodeo de ese modo y mi padre muta en sofá, no siento deseos de sentarme en él y dormir sino en levantarlo en volandas y lanzarlo al interior del camión de las mudanzas. Porque un padre está hecho de otro material. Algo que se tensa cuando lo tocas. Es como si mi padre siempre estuviera en guardia. Como si el tacto, el roce, los besos y abrazos fueran una conjura para convertirl­o en algo débil, líquido, de uso diario y no un monumento a un faraón en medio del desierto como una de esas estatuas que no son Franco y nadie se fija en ellas ni para bien ni para mal. Mi padre es duro. Mi padre es esparto y pared maestra y cuando, de niño le tocaba el brazo, sacaba bíceps y decía “acero alemán”. Pienso en eso cuando salimos de la capilla y antes de que se suba al coche, le llamo por el nombre, se gira y corro hacia él en forma de bolso ibicenco y trato de conseguir ese abrazo. Pero, de repente, mi madre se lanza en salto Kevin Costner en

El guardaespa­ldas y roba el abrazo mientras mi padre se sube al camión de mudanzas y se aleja.

Abrazar a una madre es sencillo; una madre tiene huecos por todos lados, cobijos, cunas y sudarios

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