Inversión y rendimiento
Con 38 años de trayectoria, casi 500 proyectos en 75 ciudades y despachos que suman más de 400 empleados en Basilea, Hamburgo, Londres, Nueva York y HongKong, Jacques Herzog y Pierre de Meuron dirigen una de las mejores firmas arquitectónicas del mundo. Su última obra de éxito global ha sido la ampliación de la Tate Modern, donde en una fase anterior, la de conversión de la vieja central eléctrica en museo, contribuyeron ya decisivamente, de una tacada, a la regeneración de la cartelera museística y del South Bank londinenses.
Herzog & De Meuron despuntaron con obras como el Almacén Ricola en Laufen, Suiza (1987) o la Bodega Dóminus en el californiano Valle de Napa (1998), caracterizadas por la esencialidad, el rigor y la contundencia. Y luego acreditaron en obras como la tienda para Prada en Tokio (2003), el Allianz Arena de Munich (2005) o el estadio olímpico de Pekín (2008) una creatividad formal, una capacidad para la reinvención y un arrojo expresivo singulares. Esta particularidad, así como su posición en la cúspide de la
star architecture junto a Gehry, Foster, Koolhaas o Sanaa, les ha granjeado espléndidos encargos que han sabido transformar en grandes obras. Pero, también, la oportunidad de embarcarse en operaciones de azaroso desarrollo. La Elbphilharmonie es una de ellas. Aquí han coincidido algunos de los tormentos que acompañan a las obras más ambiciosas, de las que se espera, siguiendo la estela de la Opera de Utzon para Sydney o el Guggenheim de Gehry para Bilbao, que hagan por su ciudad mucho más que satisfacer su programa arquitectónico, dándole una dimensión icónica o simbólica extraordinarias. Lo cual suele ser muy oneroso. La Elbphilharmonie ha acumulado retrasos en la construcción, desencuentros entre el cliente y la constructora, paralizaciones de la obra y una desorbitada multiplicación (x 10) del presupuesto inicial, hasta llegar a alrededor de los 800 millones de euros. No hay en Alemania un edificio cultural más caro.
A cambio de esta fortuna, Hamburgo recibe un edificio espectacular, que usa el viejo almacén Kaispecher A (un gran paralelepípedo de ladrillo), el mayor de su puerto, como peana para la nueva ópera, arropada con un hotel y apartamentos de lujo. El volumen resultante, revestido de vidrio, evoca en su coronamiento las formas de una jaima, con línea de cornisa y techo sinuosos, y una altura de hasta 110 metros. (No es la primera vez que Herzog & De Meuron recurren a la idea de apilamiento: lo hicieron en el CaixaForum (2008) de Madrid y en el Vitrahaus (2010) de Weil am Rhein). Entre la vieja construcción y la nueva, una terraza pública con vistas de 360 grados sobre el Elba y el dinámico puerto de la ciudad hanseática, segundo de Europa. Tras mucho esperar, la Elbphilharmonie abre ahora ya sus puertas: sólo el tiempo dirá si la enorme inversión pública –y privada– que ha requerido se corresponde con su rendimiento social.
No hay en Alemania un edificio cultural más caro. Sólo el tiempo dirá si se corresponde con el rendimiento social