La Vanguardia

El poder norteameri­cano

- Lluís Foix

Probableme­nte ya se sabe quién ocupará la Casa Blanca en enero. Se acabó la campaña más mediocre y rastrera de cuantas se han celebrado en los últimos setenta años. Los ataques personales de Donald Trump han sido despiadado­s y abusivos; las mentiras, categórica­s; el desprecio a los adversario­s, constantes. Las campañas electorale­s no son debates entre amigos, sino luchas sin escrúpulos para alcanzar el poder.

Theodore Roosevelt, republican­o y el más joven presidente con 42 años tras el asesinato de William McKinley en 1901, dejó dicho que el exterminio de los indios americanos era un sacrificio a la causa de la civilizaci­ón. En el fondo, dijo, “la justicia está del lado del colono y del pionero: era absurdo que este gran continente siguiera siendo el coto de caza de cuatro salvajes miserables”. A pesar de ello, fue el primer norteameri­cano en ganar un premio Nobel, el de la Paz, por haber mediado en el fin de la guerra entre Rusia y Japón.

Se ha dicho que el sistema norteameri­cano, inspirado en los Papeles Federalist­as y en la visión de los primeros presidente­s, es un conjunto de reglas y principios diseñados por genios para que pueda ser gestionado por idiotas.

Los presidente­s Madison y Jefferson fueron pioneros en establecer las reglas de pesos y contrapeso­s, los conocidos checks and balances, los equilibrio­s institucio­nales, que garantizan la separación de poderes. Madison fue considerad­o un extremista al enunciar los principios de poner límites a las facultades del gobierno y Jefferson fue igualmente criticado al afirmar que el gobierno no otorga los derechos a los ciudadanos, sino que asegura los derechos naturales que son previos a todo gobierno.

Ha habido muchos presidente­s que no han estado a la altura del momento. Cuatro de ellos fueron asesinados mientras ejercían el cargo. El primero fue Abraham Lincoln en 1865 y el último, John F. Kennedy en 1963.

El hecho es que desde que el presidente Woodrow Wilson intervino en la Gran Guerra de 1914, el poder norteameri­cano, tanto el blando como el duro, el cultural, militar, económico y tecnológic­o, ha ganado la batalla del siglo XX y sigue manteniend­o la hegemonía mundial en nuestros días.

El principio de la razón de Estado, inventado por Richelieu en la Francia del siglo XVII, era indiferent­e a la moral y a los intereses ajenos. Esta idea fue una de las principale­s causas de muchas guerras entre estados e imperios europeos. Woodrow Wilson cambió la política del equilibrio de poderes y propuso la seguridad colectiva, que ha sido el guion de los ideales de la política exterior norteameri­cana confirmado­s con contundenc­ia por Franklin D. Roosevelt y Harry Truman en 1945. La política internacio­nal inspirada por el principio de seguridad colectiva es una invención norteameri­cana que ha funcionado bajo su tutela desde entonces. También es una inspiració­n de Woodrow Wilson el principio de autodeterm­inación de los pueblos, que se concretó en la creación de los nuevos estados europeos tras la caída de los imperios perdedores, sellada en la conferenci­a de París de 1919.

Gran Bretaña dejó de ser un imperio a pesar de haber contribuid­o más que nadie a ganar la guerra a Hitler. Estados Unidos se convirtió en la nueva potencia que protegería y auspiciarí­a las democracia­s liberales durante la guerra fría contra URSS.

Por razón de la potencia de Washington es tan importante la elección del presidente de Estados Unidos. Cuando se estudia la figura de Ronald Reagan es recurrente pensar cómo se le pudo ocurrir a alguien que fuera presidente ocho años y anteriorme­nte ocho años gobernador de California. Al fin y al cabo, no era más que un actor mediocre. Pero fue el presidente que doblegó a la Unión Soviética y puso en marcha la revolución conservado­ra cuyas ideas, como que “el gobierno no es la solución sino el problema”, no se han neutraliza­do todavía. Los principios del liberalism­o radical de Thatcher y Reagan se han extendido por el mundo hasta el punto de que la izquierda europea ha copiado algunos de sus elementos principale­s, como demostró el laborista Tony Blair en las tres victorias consecutiv­as en Gran Bretaña. Los sucesivos avances conservado­res en el mundo democrátic­o occidental se deben también a que la izquierda no ha encontrado una alternativ­a capaz de convencer a quienes fueron hasta hace una generación sus más fieles votantes. Los movimiento­s populistas y radicales nacen de la imposibili­dad de la izquierda a hacer frente al conservadu­rismo que nació en los años ochenta.

Hay quien dice que el declive norteameri­cano ha empezado suavemente ante el auge de China, India y la siempre ambiciosa y poderosa Rusia. De momento, los norteameri­canos mantienen intacta su hegemonía en prácticame­nte todos los campos. A pesar de las divisiones evidenciad­as en la presente campaña y a pesar del mensaje populista de Trump que está aquí para quedarse.

Los movimiento­s populistas nacen de la imposibili­dad de la izquierda a presentar una alternativ­a sugerente y viable

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