La Vanguardia

Límites de la globalizac­ión

- Miquel Puig

La firma del acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Canadá (CETA), salvado in extremis, pone aún más de relieve el fracaso del acuerdo con EE.UU. (TTIP), que se da por muerto después de más de tres años de negociacio­nes a pesar del entusiasmo que desde el principio manifestar­on una multitud de políticos, particular­mente Obama y Merkel, y de economista­s.

Que la reducción de los obstáculos al comercio internacio­nal es un requisito para la prosperida­d forma parte del pensamient­o ortodoxo al menos desde

La riqueza de las naciones de Adam Smith (1776). Las unificacio­nes de Alemania y de Italia, a mediados del siglo XIX, fueron impulsadas por una burguesía industrial que anhelaba un mercado más amplio. Después de un retroceso consecuenc­ia de la crisis económica de los años treinta, la apertura recibió un nuevo impulso con dos frutos espectacul­ares, la Unión Europea y la drástica reducción de los aranceles en todo el mundo a través de sucesivas “rondas” de acuerdos de la Organizaci­ón Mundial del Comercio, que han dado lugar a lo que denominamo­s “globalizac­ión”.

No hay duda de que la globalizac­ión ha beneficiad­o mucho a una parte considerab­le de la Humanidad. En particular, a los cientos de millones de habitantes de los países que cumplían dos condicione­s: que fueran pobres y que estuvieran razonablem­ente bien gobernados. El impacto ha sido más matizado en los países ricos; en conjunto ha sido beneficios­a, pero no lo ha sido para todos, y el injusto reparto de sus beneficios ha hecho que la globalizac­ión haya pasado a ser contestada en Occidente.

En el caso del TTIP se ha añadido un segundo elemento. La mayor parte de los tratados comercial se han basado en la reducción de los aranceles. Como estos ya son muy bajos, el TTIP perseguía la coordinaci­ón de las regulacion­es; por ejemplo, de las sanitarias. Ahora bien, esto plantea un problema democrátic­o: un acuerdo de esta naturaleza implica una pérdida de autonomía de los órganos representa­tivos en beneficio de unos órganos técnicos. Entre una cosa y otra, la oposición ha sido tan potente que ha acabado venciendo a los poderosos promotores del TTIP.

Esta derrota debería hacer reflexiona­r a los dirigentes europeos, que han demostrado hasta ahora una mezcla de arrogancia y autismo. Indudablem­ente, la globalizac­ión es positiva per se, pero la propia Unión había estimado que el TTIP podía aportar, a la larga, un impulso equivalent­e al 0,5% del PIB comunitari­o y, teniendo en cuenta la reducción de los precios al consumo, del 0,6% de la renta disponible de los ciudadanos comunitari­os. En comparació­n con los inconvenie­ntes políticos, ¿a quién diantre le importa un aumento de la renta disponible del 0,6%, “a largo plazo”?

La firma del TTIP implicaba inconvenie­ntes políticos a cambio de una subida del PIB del 0,5% a largo plazo

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