Límites de la globalización
La firma del acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Canadá (CETA), salvado in extremis, pone aún más de relieve el fracaso del acuerdo con EE.UU. (TTIP), que se da por muerto después de más de tres años de negociaciones a pesar del entusiasmo que desde el principio manifestaron una multitud de políticos, particularmente Obama y Merkel, y de economistas.
Que la reducción de los obstáculos al comercio internacional es un requisito para la prosperidad forma parte del pensamiento ortodoxo al menos desde
La riqueza de las naciones de Adam Smith (1776). Las unificaciones de Alemania y de Italia, a mediados del siglo XIX, fueron impulsadas por una burguesía industrial que anhelaba un mercado más amplio. Después de un retroceso consecuencia de la crisis económica de los años treinta, la apertura recibió un nuevo impulso con dos frutos espectaculares, la Unión Europea y la drástica reducción de los aranceles en todo el mundo a través de sucesivas “rondas” de acuerdos de la Organización Mundial del Comercio, que han dado lugar a lo que denominamos “globalización”.
No hay duda de que la globalización ha beneficiado mucho a una parte considerable de la Humanidad. En particular, a los cientos de millones de habitantes de los países que cumplían dos condiciones: que fueran pobres y que estuvieran razonablemente bien gobernados. El impacto ha sido más matizado en los países ricos; en conjunto ha sido beneficiosa, pero no lo ha sido para todos, y el injusto reparto de sus beneficios ha hecho que la globalización haya pasado a ser contestada en Occidente.
En el caso del TTIP se ha añadido un segundo elemento. La mayor parte de los tratados comercial se han basado en la reducción de los aranceles. Como estos ya son muy bajos, el TTIP perseguía la coordinación de las regulaciones; por ejemplo, de las sanitarias. Ahora bien, esto plantea un problema democrático: un acuerdo de esta naturaleza implica una pérdida de autonomía de los órganos representativos en beneficio de unos órganos técnicos. Entre una cosa y otra, la oposición ha sido tan potente que ha acabado venciendo a los poderosos promotores del TTIP.
Esta derrota debería hacer reflexionar a los dirigentes europeos, que han demostrado hasta ahora una mezcla de arrogancia y autismo. Indudablemente, la globalización es positiva per se, pero la propia Unión había estimado que el TTIP podía aportar, a la larga, un impulso equivalente al 0,5% del PIB comunitario y, teniendo en cuenta la reducción de los precios al consumo, del 0,6% de la renta disponible de los ciudadanos comunitarios. En comparación con los inconvenientes políticos, ¿a quién diantre le importa un aumento de la renta disponible del 0,6%, “a largo plazo”?
La firma del TTIP implicaba inconvenientes políticos a cambio de una subida del PIB del 0,5% a largo plazo