Mejor el riesgo que las tablas
De un mundial de ajedrez hay que extraer siempre lecciones vitales, se sepa o no jugar. Las nefastas consecuencias de actuar con miedo a perder lo ganado se extienden a todos los ámbitos, desde el fútbol hasta la política cultural
Una reflexión lúcida sobre el paralelismo entre el ajedrez y las cuitas de la vida cotidiana la anotó Kazuo Ishiguro en su novela Nunca me abandones: “Era como cuando haces un movimiento en ajedrez y justo en el momento en que tus dedos sueltan la pieza te das cuenta del error que has cometido, y te entra pánico porque no eres consciente aún de la magnitud del desastre al que has quedado expuesto”, escribió, Ishiguro refiriéndose a un personaje que se va de la lengua.
Ese miedo a cometer un error que tenga consecuencias catastróficas es el que ha dominado buena parte de la final de ajedrez en la que se ha impuesto Magnus Carlsen, según hemos podido constatar en las pedagógicas crónicas del gran maestro internacional Miguel Illescas.
Explicaba Illescas que el desarrollo de los ordenadores ha aportado a los jugadores tal nivel de conocimiento del juego que le ha restado imprevisibilidad a éste, propiciando que hasta los propios contendientes se aburran. Conscientes de que quien se arriesga tiene muchas opciones de perder, Serguei Kariakin y Carlsen (sobre todo el primero) lo han fiado todo a las tablas en más ocasiones de lo deseable, sobre todo en una 12ª partida que los aficionados vivieron con decepción.
El campeón noruego había sufrido en la octava una derrota sangrante. Después de lanzarse en tromba por la victoria con variantes imaginativas para derribar la defensa del ruso, éste encontró una fisura para desatar un contraataque demoledor liderado por un peón negro. Carlsen se recuperaría finalmente y acometería el desempate, según Illescas, con “rabia, energía y determinación”, pero durante algunos días actuó atenazado por ese pavor a la pérdida del control que tanto aflora en las consultas de los psicólogos.
Las enseñanzas del ajedrez sirven para todos los deportes. Sin ir más lejos, el Barça, un equipo que lleva años apostando todo el juego ofensivo, a la creatividad y al dominio de los tiempos, vive en vilo cuando juega en casa (con blancas) y se enfrenta a un visitante dotado de un buen contraataque que es capaz de proyectar un peón negro hasta el otro extremo del tablero. En los minutos finales, como ayer, el miedo irrefrenable a la pérdida de control puede llegar a manifestarse en grado superlativo. Hay socios del Barça a quienes les tiemblan las piernas cuando su propio equipo lanza un córner contra el Madrid.
Del resto de ámbitos de la vida que tienen su reflejo en un tablero de ajedrez nos referiremos, por último, a la cultura, a propósito de los 40 años de la fundación del Teatre Lliure. Se están cumpliendo ya las cuatro décadas de muchas iniciativas que estaban motivadas por el rechazo de la izquierda a asumir el discurso de la cultura oficial del franquismo y el post franquismo. Hablamos de proyectos transgresores que, como el Lliure, conectaban con las últimas tendencias surgidas en las democracias del entorno.
Aquel anhelo de dominar el tablero para conquistar la justicia social a través de la cultura se ha desvanecido en el tiempo. Formaciones de izquierda no clásica, como Ahora Madrid o BComú se han encontrado con las instituciones culturales ya consolidadas e integradas en el sistema, y han tenido dificultades para desarrollar un discurso que fuera más allá de su apuesta genérica por la cultura de base (los peones). Los grandes museos, teatros o auditorios (reina, torres, caballos, alfiles) no figuraron de entrada en su lista de prioridades.
A uno y otro lado se impone el electoralismo a corto plazo: aflora el miedo a perder por un exceso de audacia lo ganado en las urnas. Por ello, por lo recortes y porque durante la crisis las programaciones se han vuelto más comerciales para salvar los muebles, las instituciones y gestores culturales afrontan las temporadas con más voluntad de firmar tablas que de protagonizar movimientos audaces. Y ya sabemos que quien no arriesga acaba perdiendo, como ha comprobado en su propia piel el ruso Kariakin.